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Zambullirse en el insconsciente

  • Foto del escritor: Gabriela Vallejo
    Gabriela Vallejo
  • 2 mar
  • 7 Min. de lectura



¿Se pueden vivir dos vidas al mismo tiempo? ¿O más de dos? De hecho, ¿somos más de una persona a la vez? La realidad es que sí, ya que no sólo vamos atravesamos por muchas etapas desde la infancia, sino que, cuando nos internamos en la noche, pasamos mucho tiempo durmiendo y soñando. De hecho, se calcula que pasamos en esa otra vida alrededor de 2920 horas, esto es, casi cuatro meses al año teniendo vivencias y sensaciones que, aunque no logremos siempre recordarlas, a veces son efecto y a veces son causa de esa comunicación que nuestro inconsciente tiene con nosotros mismos.


El sueño es una puerta que se abre hacia el interior por donde salimos hacia experiencias desconocidas. Algunas veces podemos retener algo significativo o secuencias que tocan desde el absurdo hasta el terreno de lo imposible: el espacio onírico es un lugar en donde aquello que vivimos y tocamos pierden su lógica y su consistencia física, para funcionar como sucedáneos del aire y de la luz, en todo su espectro de matices y sombras. Más allá de los retazos de la vida cotidiana que entran para formar otras historias, hay algunos temas que nos son afines y se nos presentan con frecuencia tomando diferentes formas y significados. Para mí, uno de esos elementos recurrentes es el mar, que se transforma cuando el espíritu se encuentra libre: algo tan profundo e inconmensurable puede pasar de lo amenazador a la transparencia de las aguas mansas. Es una de nuestras fronteras naturales y uno de nuestros espejos más íntimos del ser, que se desvela en ese espacio abierto a todas las dimensiones.


Desde mi infancia me he sentido siempre cercana a Hipnos, a ese dios griego hijo de la noche (Nix), con esas pequeñas alas en la espalda, o en la cabeza, que facilitan el vuelo de la mente y del espíritu. Desde pequeña me gustaba dormir para soñar, pues sucedían cosas, como en los cuentos fantásticos, donde podía volar o tocar cosas que me suscitaban un miedo total. El agua, sobre todo, siempre me ha invitado a encuentros intensos, y mi bitácora de sueños (los que aún se encuentran en mi conciencia, en un estado de bruma), guarda la presencia constante del mar.   En su capacidad de cambio, he visto un torrente desbocado irrumpir en la habitación desde una de las paredes, sintiendo la fuerza de las olas que atraen como caricias y que retienen como brazos fuertes, para arrastrar a un fondo al que nunca se llega.  Y uno de los recuerdos más vívidos es la de ver cómo la enorme casa de mis abuelos, habitada en mis miedos por seres fantasmales o inquietantes, permanecía flotando en el aire, plantada entre las nubes, para, en un instante, caer con todo su peso hacia las olas. Y una vez que cae, desaparece, todo se disipa, como si la densidad se volviera ligereza con la caída.


El sueño nos muestra que todo es posible y sujeto a transformación. El agua es nuestra primera relación entre la casa y el mundo.  Es nuestro elemento natural desde nuestros inicios, mientras permanecíamos en somnolencia en el líquido amniótico, en donde podíamos escuchar y sentir sin peligro alguno. Pero un día, el sueño se rompe al despertar al mundo, llevando dentro experiencias que aparentemente hemos olvidado, esas vivencias de tránsito que, sin embargo, siguen con nosotros, esos traumas y deseos que han marcado nuestra sensibilidad e imaginación. Y todo ello vive en esa terra ignota entre el inconsciente y los sueños, uno de sus puntos de salida y a la vez la entrada a lo que podrían ser otras dimensiones de conocimiento.  


Este estado en el que la mente y el espíritu no descansan ha sido para muchas civilizaciones una suerte de espacio de recepción de revelaciones y mensajes divinos. Y por tanto, una ruta necesaria para comprender la vida. Encontrar su significado ha requerido a veces la necesidad de mediadores que logren interpretar esos enigmas. La base de nuestra exploración está muy influida por nuestras raíces griegas, cuyos pensadores han tratado de descifrar la relación entre cuerpo y espíritu en esta fase que nos acompaña cada noche. Artemidoro, un filósofo de Éfeso durante el siglo II d. C., estaba especialmente interesado en la interpretación de los sueños. Su obra en cuatro volúmenes Oneirocritica («La interpretación de los sueños»), reflejaba, como un precursor de nuestras teorías psicoanalíticas, la importancia que tenía la personalidad de la persona que sueña para poder encontrar la interpretación correcta. Después de él, Demócrito de Abdera, el gran estudioso del átomo, sugirió que los sueños son imágenes y pensamientos que emanan de personas u objetos distantes, casi como los átomos que son expulsados del cuerpo en un estado de semi-muerte, lo que hoy parece tener mucho sentido entre los hipnoterapeutas.  Aristóteles, un siglo después, en sus Parva Naturalia, se centraba más en la fisiología del cuerpo durante la noche, pero sugería que algunas situaciones podían dar paso a sueños especiales en los que podría escucharse una suerte de voz divina (daimónion), una vez liberado el cuerpo de sus limitaciones físicas.


Para los neurofisiólogos Peter y Elizabeth Fenwick, en su libro The Hidden Door, el sueño es un fenómeno que se da a distintos niveles, en donde tanto las reflexiones históricas más antiguas enriquecen la reflexión de las experiencias más recientes, formando un todo lleno de relaciones y sentidos. En algunos milenios de historia, hemos explorado múltiples maneras de ver los sueños, y en cada cultura (hagamos un énfasis, por ejemplo, en la importancia que tienen para los tzotziles de Chiapas en México), se han desarrollado maneras de comprender lo que son esos espacios de conciencia. Una de las más bellas definiciones del sueño es, sin duda, la de Carl Jung: el sueño es la puerta oculta al santuario más profundo e íntimo del alma. Eso presupone que hay varios niveles que atravesar, entre recuerdos, imágenes y símbolos, con una tal viveza como para plantearnos qué es lo real.


Más allá de lo que dicen las teorías científicas de cómo funciona el cerebro en esta fase y cómo funcionan los deseos en la construcción de esas historias influidas por el inconsciente, lo que más me interesa resaltar es la necesidad de recuperarse a uno mismo como origen y fin de esas historias enigmáticas. Me parece especialmente sugestiva la perspectiva de Jung, que pensaba que la mente que atraviesa el sueño posee conocimientos y habilidades que pueden ser superiores a los de la mente despierta, y cuya fuente debe estar de alguna manera fuera de la mente, trayendo mensajes o pistas sobre aquello que estamos atravesando en un momento dado. Es una revelación de las aguas profundas del inconsciente; es decir, hay un elemento de conciencia que queda suspendido en el aire, como un globo o un ojo interior, que es el que experimenta, y que en algún momento puede decidir cómo seguir las secuencias del sueño.  


Por tanto, es un ámbito en donde se superan las fronteras del espacio y el tiempo, con una experiencia que se siente inmensamente real e inmensamente trascendente. Así que me pregunto si nuestros sueños no estarán ligados de alguna manera a la profecía, desde el punto de vista intuitivo de lo que hemos vivido en el pasado, y ser también propiciatorios para los deseos de futuro. Dado que es un espacio abierto, también recibimos información y vemos imágenes de parientes y amigos, incluso aquellos que se han ido, para crear otras secuencias de vida, lo que suscita la necesidad de responder a preguntas sobre ese otro mundo que también habitamos.  En todas nuestras culturas han existido lugares especiales, puertas de comunicación, como el oráculo de Delfos, en donde se buscaba entrar en estados de trance hipnótico para recibir respuestas a todo tipo de preguntas apremiantes.


Para Peter y Elizabeth Fenwick, hay muchas ramificaciones que explican y a la vez sobrepasan las teorías sobre el sueño, que han llevado a desarrollar técnicas para comprobar su veracidad. El investigador Paul Deveraux, del Laboratorio internacional de la conciencia de la Universidad de Princeton, ha estudiado la radiación natural y magnetismo de algunos lugares y sugiere que en Delfos habría un nivel mayor de radiación en las piedras (con el contador Geiger en mano) justo en el sitio donde se acostaba la persona que buscaba el mensaje del oráculo. Así que Deveraux desarrolló una teoría de campos magnéticos, con ecos del inconsciente colectivo de Jung, en donde los pensamientos escapan de la mente individual, creando una red más amplia de comunicación con otras fuerzas, que se queda impregnada en la materia.  


En esa tónica, todo sueño podría de alguna manera dejar un rastro, tanto en nuestra memoria oculta, como en un campo de percepción y de experimentación más vasto. Sin embargo, más allá del medio que usemos para interpretarlos, como diría el monje benedictino y maestro zen Willis Jaeger, los seres humanos conservamos la intuición de que existe un lugar en donde toda pregunta quedará contestada. Es un espacio dentro del ser, pero que también sale hacia afuera, en pensamientos, ideas y proyecciones que nos impulsan a entender que la realidad material que vemos no es quizá la única.


En esa otra vida que atravesamos, los elementos que suscitan más emoción son la clave para entender cosas de nuestra vigilia. El mar para mí es el llamado para entrar en un ámbito más profundo y sutil, lleno de sensaciones e información sobre la naturaleza del miedo y la fragilidad, a cuyo fondo tal vez no sea posible llegar. El inconsciente nos trae mensajes que a veces olvidamos, pero que cada mañana, como si fuese un objeto bajo la almohada, nos da una pista para ir entendiendo el lenguaje de esa otra fase nocturna. Sin duda, es una metáfora de nuestras aguas profundas, y donde estamos al desnudo de lo que hemos sido y que seremos, a la búsqueda de ese instante presente que dé sentido a todo los demás.


Y vemos que a veces el día y la noche no pueden separarse. Son un todo. Igual que pasado y futuro, y también las vidas y sueños de los otros puede ser ecos de nuestra experiencia, pues en ese océano consciencial todo está relacionado. Como dice Jaeger, somos al mismo tiempo la ola y el mar. Se requiere sólo el valor de entrar en esa vastedad de conciencia, de dejarse llevar por el agua oscura que se torna traslúcida ante una comprensión mayor. Gracias a la invitación de esos sueños recurrentes, quizá seamos más capaces de dar mayor significado a nuestra vida diurna creando un puente con esa otra vida que nos acompaña.

 
 
 

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