La palabra en varias dimensiones o un pequeño viaje al origen del universo
- Gabriela Vallejo
- 2 nov 2024
- 5 Min. de lectura

Fotografía de Chiem Seherim, la Vía Láctea
Estamos en el momento cero: frente a nosotros las tinieblas y la oquedad del silencio. Sin embargo, algo se esboza, una reverberación indefinible, y entonces aparece un punto de luz que viene de lejos y palpita, acompañando un sonido que rasga el velo de la oscuridad. En la negrura absoluta, una luz fulgurante atraviesa los pliegues del tiempo: se ha detonado una chispa, producto de una contracción de materia dispersa, que de pronto se concentra. Estamos en el origen de la creación, de la primera palabra. O tal vez se trata de un verbo omnipotente, que genera en un soplo el Universo entero. Así que ¿es así que nace la historia? Tal vez el mito bíblico que tanto hemos escuchado sea en realidad una memoria oculta, que se esconde siempre en una palabra: en hebreo ese umbral es bereshit (בְּרֵאשִׁית), “en el principio”. El latín nos lo explica como universus (que significa “entero”, y viene de unus y versus: en dirección de lo Uno), y cuya materia dispersa ha recibido un orden, con el cosmos griego (κόσμος).
Pero la verdadera chispa de inicio, es en verdad una metáfora: el fiat lux de un lejano génesis, cuya palabra sagrada se ha corroborado actualmente por los astrónomos en un sonido desconocido que atraviesa el espacio, una suerte de hum (o quizá el Om, que los Upanishad consideran el infinito mismo), una reverberación primordial que al parecer proviene del origen de un plasma primigenio, uno de las primeras vibraciones de sonidos de un universo muy temprano. Aún antes del rayo de luz (o tal vez el “eco de luz” electromagnético que emiten algunos agujeros negros), se daría el verbo (la intención en acción), que atravesó un plasma incandescente de bariones, fotones y materia oscura, y generó una vibración que distribuyó la materia a lo largo del Universo. Estas vibraciones se dieron en el momento en que la materia empezó a juntarse por la gravedad: mientras que la materia oscura atraía el plasma hacia espacios vacíos, el calor mismo del plasma, según explican los físicos Andrea Mitridate y Larissa Santos, hizo que se creara una fuerza opuesta de salida. Este ímpetu de contracción y expansión creó oscilaciones acústicas. Esa lucha de opuestos sería el sonido primordial que todavía se escucha hoy, como un eco de la materia oscura, como un precursor de una palabra omnipotente.
Los humanos a veces nos damos cuenta de que nuestro mundo está hecho de palabras, pero lo que no siempre comprendemos es que el lenguaje es una energía que rige sobre la materia, que la ordena y la transforma al darle sentido. Cuando el lenguaje surge comienza a crearse la realidad, pues podemos verla dentro y fuera de nosotros. Antes de eso escapa a nuestros sentidos, se queda flotando en una masa informe de imágenes o datos que no pueden ser procesados, hasta que no pasan por cadenas de palabras y significados que llevan a la creación: como ese fiat lux originario, que es a la vez una invocación, la inspiración de un viento sagrado, y a partir de ahí, aparecen en nuestro cielo físico y mental todos los universos posibles. La luz se crea con el sentido.
Después de todo, ¿qué es la realidad? ¿Cómo se construye? Podríamos decir que se crea a través de lo que se nombra y que se va integrando en la vida de las personas. Las voces, los términos y los vocablos pertenecen a la cultura, y entran en expansión gracias a la metáfora, en la cual se va tejiendo el tiempo. Javier Fernández Sebastián, en su magnífico libro Key Metaphors for History, lo ha dicho de una manera muy bella: las metáforas son “estados de cristalización” de conceptos, que tienen uso en nuestra realidad. La metáfora y la conceptualización son procesos que se retroalimentan y que establecen un puente entre la expansión del lenguaje y la precisión del concepto. Y entonces surge un tercer elemento, la imagen mental, una visualización de algo que ya se ha producido, o se puede producir. Y ahí es donde aparece el espejo como una de las metáforas de la historia, y para mí una de las más significativas, pues éste no sólo proyecta la luz, sino que crea al “otro”, al interlocutor, incluso si se trata de uno mismo.
El espejo es la unión de la visión y la luz. El cristal montado sobre una superficie de plata, o una piedra de obsidiana pulida, muestra el reflejo, relativamente fidedigno, de lo que está enfrente. ¿Cómo saber cómo es uno o cómo es el mundo sin la posibilidad de verlo con la perspectiva del reflejo? Esa superficie refulgente atrapa las imágenes de aquello que está del otro lado, pero en sentido inverso, como en otra realidad. De ahí que, a lo largo de varios periodos de la historia, aquellos textos que pretendían ser “espejo de virtudes” querrían reflejar, a través de una luz divina, una imagen mejorada del ser, o del mundo en general: aquí el espejo actuaría como un instrumento no sólo de conocimiento, sino de sabiduría. El mundo podría ser el espejo del cielo.
Sin embargo, dado que muestra el lado contrario de la realidad, este artefacto, desde la potencia de la imaginación, también puede ser una ventana a otros conocimientos o a otro tiempo, pues podría guardar la memoria de lo que se ha puesto frente a él. En este último sentido, el relato que mejor expresa esta posibilidad fantástica, pero no por ello menos sugerente, es “L’entrevue” de Henri de Régnier, en donde el personaje, como un “diletante de la luz”, se instala en Venecia en el soberbio y ruinoso palacio Altinango, en donde en sus deambulaciones nocturnas descubre la fascinación de un espejo enmarcado en mármol amarillo. Éste daba la impresión de “puerta ficticia”, que gracias al tiempo había adquirido el “aspecto de agua profunda y subterránea, en donde las imágenes tomaban una suerte de obscuridad crepuscular” y donde “los reflejos aparecían velados”. Allí, en esa reflexión inversa del salón, empezó a manifestarse el insólito propietario del settecento, dispuesto a descubrir, con tanto miedo como curiosidad, al habitante de su palacio en los inicios de un maltrecho siglo veinte.
No sólo el espejo, sino la metáfora en general, abren las puertas del tiempo, y también de la sensibilidad y la imaginación, y sobre todo, permiten los juegos del inconsciente. Y es así que, como lo expresa Fernández Sebastián con belleza y precisión, la metáfora es “un relámpago en la oscuridad”, que tiene un verdadero “poder demiúrgico” para crear otras realidades. La importancia es enorme, pues se establece un puente entre las palabras y los objetos. Por tanto, no hay palabra inocua. De lo visible se conoce lo invisible, y de lo invisible lo visible. Cualquiera de ellas, en su conjunción correcta puede ser un “abracadabra”, cuyo significado en arameo (avara k’davara) parecería ser “yo creo conforme voy hablando”. Así que, gracias a nuestra capacidad de palabra, somos capaces de crear mundos, espejos de quienes hemos sido y del futuro que seamos capaces de imaginar.
Comentarios