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Apreciar lo intangible: ¿a qué huelen los libros?

  • Foto del escritor: Gabriela Vallejo
    Gabriela Vallejo
  • 24 may
  • 5 Min. de lectura



Foto de Henricksen
Foto de Henricksen


Para mí, como tal vez para otros, un libro no es sólo un libro. Cuando tengo uno entre las manos, éste me atrapa en su cubierta, tamaño, la calidad del papel y las imágenes, tan diferente a las pantallas que actúan como espejos exteriores, y donde el texto está desnudo. El libro es un ser complejo, con una piel, con un cuerpo con páginas que han guardado no sólo ideas y comentarios en los márgenes, sino un olor que lo hace aún más significativo. De alguna manera, toda esta experiencia táctil y olfativa nos liga a ese ser que tiene una historia más rica mientras más antiguo sea, y que, gracias a esto, entra en nuestro inconsciente como una experiencia que siempre está presente, agazapada en la retaguardia de nuestra memoria.


Y tal vez no sólo la nuestra, sino la de otras generaciones que se suman en vivencias y afinidades, en mundos concentrados entre las palabras, y que han definido un sentido de cultura. Hace poco leí la experiencia de un librero armenio que, siendo niño, fue enviado por sus padres a un convento en Venecia para escapar al genocidio en Turquía, y ahí, en esa biblioteca con el polvo de otras épocas flotando en el aire, descubrió libros todavía intactos, cerrados y conservados en un estado casi perfecto desde siglos atrás. Fue el principio de un vínculo infinito, de una complicidad entre un niño que se había quedado sin familia, y esos seres que lo acompañaban y lo transportaban como guías y maestros a cualquier punto del tiempo y del espacio. Y quizá esa relación había comenzado simplemente al tocar el papel, esa piel misteriosa, que le daría consuelo y compañía, cuando todo alrededor se derrumbaba. Me parece que es justo decir que el libro es una extensión del ser humano y de toda la experiencia que lo habita.


Entonces, en esa existencia compleja, ¿a qué huelen los libros? Sin duda, depende del papel y de dónde el libro ha estado, de las bibliotecas personales o públicas, y del tiempo que ha pasado en ellas. Para mí, está sin duda asociado a su momento, a cómo se ha fabricado y que es lo que estaba destinado a mostrar o a custodiar. Los libros de épocas más remotas para mí huelen a incienso, a una santidad que parecería asociarse a sus páginas, como guardianes de la información de deidades antiguas o de dimensiones superiores del espíritu, que, sin embargo, dejaron su olor impregnado para quien esté destinado a recibirlo.


Y eso los hace especialmente enigmáticos. Si le preguntamos a los expertos, hay sustancias químicas que se transforman en olores específicos y que se desprenden del papel: la vainillina, el ácido acético que huele a vinagre, los aldehídos que se asocian a la hierba seca y el benzaldehído que huele a almendra amarga. Además, se percibe en el fondo ese olor cautivante a rancio, que viene también de la degradación de algunos elementos químicos como la celulosa y la lignina, que forman parte de la pared celular de las plantas, y que fortalece su estructura. Y que curiosamente también tiene un poder antibiótico. Sin embargo, el papel también es un ecosistema que permite la llegada de hongos, bajo mucha humedad, sobre todo en el papel antiguo, como el Aspergillus y el Penicillium, además de algunos bichitos como las lepismas, termitas y carcomas, que pueden ser devastadores. Y todo eso le da esa amplitud del aroma de un discreto bosque, y que lo hace también perecedero.


 De hecho, tal vez es eso lo que subyace en el olor del papel viejo que yo definiría como acre: un poco amargo, picante, especiado. Incluso puede declinar hacia una suerte de suave putrefacción, efluvio adictivo y placentero, proceso también ligado a la cocina, como con el queso y sus aromas. En todo ello hay no sólo es un señuelo olfativo, sino una búsqueda de comprensión desde los tiempos antiguos para saber qué efecto tienen los olores en nosotros.  Esa fuerza sensorial que parecería estructurar y dar significado a nuestras percepciones, ha llevado recientemente a considerar algunos olores como parte de una herencia inmaterial que nos interesa preservar.


Al parecer, hay una relación entre la historia y nuestra respuesta emotiva a través de nuestro sistema límbico que relaciona las emociones con la memoria, y que tiene un efecto sobre nuestra identidad. Es por ello que recientemente se ha considerado la posibilidad de considerar algunos olores como herencia cultural, y ha nacido el impulso de atraparlos, de conservarlos. Cecilia Bembibre, del University College de Londres, apoyada por los proyectos de la Unesco como patrimonio inmaterial, ha buscado “capturar” ciertos olores emblemáticos, utilizando métodos de micro-extracción y cromatografía de gases y espectrometría de masas para aislar, analizar y conservar compuestos de naturaleza orgánica, como libros y papel, cuero y pergamino que forman parte del olor de las bibliotecas, y que ha llevado al estudio profundo del “papel histórico”, de archivos, de libros viejos y antiguos.


Dentro de esta investigación tan particular, ¿podría el olor de la novela Ulises de Joyce, que perteneció al escritor T.E. Lawrence, dar información sobre la experiencia sensible de éste al redactar sus notas? ¿Y qué pasa cuando el olor de los libros en una biblioteca se mezclan con el cuero de los sillones y la madera de los estantes, influyendo quizá en la percepción de los lectores? Los olores remiten a experiencias y una relación más profunda con las cosas, que generan una conciencia de la complejidad de nuestro entorno y sus efectos: sobre todo cuando el olor del papel se asocia, como se ha visto, a otras experiencias cercanas como el aroma del chocolate y del café, de la madera y del fuego de la chimenea, cuyos componentes como ácido acético y benzoico, y aldheídos, forman parte la misma de la experiencia olfativa. E incluso en algunos países se ha dado un paso adelante: el Ministerio del Medio Ambiente en Japón redactó una lista con los aromas que deben ser protegidos como una herencia cultural, para que pueda pasar a las nuevas generaciones. Entre esas fuentes de olores de memoria está la madera antigua, la brisa del mar, las destilerías de sake y una calle llena de librerías en Tokyo.


Es por ello que yo me atrevería a situar el libro en esas materias “aromáticas”, inspirada por filósofos y médicos como Avicena y Arnau de Vilanova para los cuales los olores podían ser alimento para el espíritu, o incluso, siguiendo al argumento de Aristóteles, necesarios para la salud del cuerpo. Además de ser físico, el olor también es cultural, ya sea por cómo lo definamos, como por la importancia que tiene para construir una experiencia. Y sin duda pone de relieve el efecto que tiene el tacto y el olfato, además de la estimulación de las palabras, en el inconsciente para hacernos desarrollar un vínculo más estrecho con las cosas.


Por tanto, no podemos soslayar la importancia de leer y dar a leer libros desde la infancia, pues hay una potencia de creatividad y sentido que se desarrolla, frente a la frialdad de las pantallas, que no tienen una raíz, y que dejan tanto el texto como la imagen desligada de otros contextos que la enriquecen. El papel ha sido un acompañante asiduo de nuestra historia, y es por ello que no podemos dejarlo de lado, y en su estructura natural y biológica, nos pone en contacto con muestra propia materialidad, y en cómo nos relacionamos con el mundo. Es por ello que el libro, más allá de toda tecnología, nos ayuda a penetrar en nuestra naturaleza más oculta, más instintiva, y también la más rica.

 
 
 

1 comentario


Lucianna Lima
Lucianna Lima
26 may

Bellísimo el texto sobre el embriagador aroma de los libros y de las bibliotecas. Está lleno de evocaciones. ¡Gracias!

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