top of page

Viviendo entre mundos

  • Foto del escritor: Gabriela Vallejo
    Gabriela Vallejo
  • hace 3 horas
  • 7 Min. de lectura
El relieve Burney, Museo Británico
El relieve Burney, Museo Británico

 

 


Nada es demasiado maravilloso como para no ser verdad...

Michael Faraday.

 

La realidad es que vivimos entre sombras: personajes, hombres y mujeres (desde épocas lejanas a nuestros contemporáneos, a quienes a veces dedicamos toda nuestra vida de estudio), que se han ido pero cuya huella permanece. Nuestro mundo tiene su origen en tantos otros, y las raíces siguen profundamente ancladas en nosotros, aunque sea de manera inconsciente. El camino en retrospectiva es tan natural como ir hacia adelante, después de todo, no dejamos de movernos entre fantasmas, entre las historias de nuestros ancestros y los objetos que han dejado, y también en los nombres con los que sus vidas se han enganchado a las nuestras.


No podemos vivir en un mundo sin referencias ni sin antecedentes. Y sobre todo, sin presencias. Para mí, uno de los mayores vínculos es con los objetos, que cuentan muchas veces mi historia, y otras veces la suya propia o de la civilización a la que pertenecen, y cuya extraña vida nos toma por sorpresa. En algunas ocasiones, nos hacen saber, con una fuerza inusitada, que comparten nuestro espacio, que no han olvidado su trayectoria, y de cómo ahora ya formamos parte también de ella, en un extraño juego de vasos comunicantes. 


Cuando era niña me sentía aislada en casa, entre la vida de los adultos, y la mía propia, que estaba llena de la intensidad de los relatos y de objetos mágicos, pero entre las luces también habitaban las sombras. Las sentía, las presentía, sabía que existían otros mundos muy distintos a los que se ven a plena vista. Y de alguna manera, cuando el día comenzaba a desaparecer, esas presencias parecían más tangibles, adquirían para mí una inquietante densidad. Mi padre siempre me decía que no existían los fantasmas, pero mi sensibilidad me mostraba algo muy distinto. Sobre todo, porque en plena noche había sonidos a lo largo del corredor junto a mi habitación, y en algunas ocasiones algo se movía junto a la cama y me dejaba paralizada. En otros momentos, se concentraba un olor acre y persistente detrás de mi sillón de lectura, en un rincón donde sólo había vacío. La normalidad de la casa se volvía entonces más oscura.


Hay en la naturaleza del ser humano una necesidad de saber lo que pasa más allá de nuestra vida humana, en donde la muerte parecería ser sólo una puerta a otro mundo o a otras dimensiones. En cualquier caso, hay un rellano justo al pasar el umbral, en donde permanecen aquellos que se han ido y que de alguna manera todavía nos acompañan, a juzgar por la experiencia de los humanos desde hace miles de años. Por todo tipo de razones, el vínculo no desaparece entre vivos y muertos. Los testimonios más antiguos sobre estas espectrales presencias se remontan a Mesopotamia, hace más de 4000 años. Hay nombres que resuenan en nuestra imaginación: Nínive, Nimrud, Babilonia. Voces que hablan de palacios y templos, de guerras y conquistas, y también de sobrios espacios de la vida cotidiana en donde los espíritus no quedaban al margen de la existencia de los hombres. Estos se llaman en sumerio gedim y en babilonio etemmu; cuando el cuerpo y la sangre divinos se mezclaron con la arcilla, dieron como resultado el espíritu humano, etemmu: una mezcla de dios y hombre, que contiene la inteligencia (temu) divina. En esa creación de los dioses, regresar a la tierra no implicaba que se perdiera el espíritu. 


Los acadios, en su extenso imperio mesopotámico, vieron la necesidad de encontrar una manera de poner bajo control a los espíritus de los muertos. Así se escribió una suerte de manual conocido como “Si una ciudad se asienta en la altura” (Šumma ālu ina mēlê šakin), en tabillas cuneiformes, que es una colección de presagios y prácticas adivinatorias que incluyen los fenómenos después de la muerte. Es el primer manual de cómo se puede lidiar con fantasmas. Cundo el hombre de Babilonia moría, su espíritu podía quedarse dentro del hogar, deambulando por las calles o en los campos de batalla. A veces se sentía como un viento, otras veces como una sombra. Según las tablillas, los fantasmas formaban parte de la vida cotidiana (algunos cuerpos se enterraban en las casas), y eran vistos con cierta simpatía, salvo en los casos de aquellos más agresivos o revoltosos, frente a los cuales se requerían de las fórmulas adecuadas para abrirles el portal hacia la morada de los dioses.  

A las personas del siglo XXI se nos olvida a veces que ningún periodo del pasado es lejano, ni desligado de nuestra historia. Los objetos que les han dado sentido están aún con nosotros, así que sería lógico suponer que detrás de ellos también están los hombres y los dioses que han creados esos mundos. Esa es, sin duda, una de las razones, tal vez inconscientes o inconfesadas, por las que visitamos los museos, para entrar en contacto, para dejarnos sorprender por las cosas que podemos sentir. Y algunos, como el escritor e investigador Noah Angell, han buscado saber qué es lo que sucede en esa extraña cotidianeidad dentro de un museo, en este caso particular el British Museum, en donde tantas culturas se mezclan.


Entre la variedad de lugares donde los objetos se localizan, el museo es un sitio privilegiado, en el que ese encuentro de civilizaciones rompe el tiempo y el espacio. El museo favorece la descontextualización, pero no por ello los objetos parecen perder su fuerza. Tanto por su lugar dentro de las salas, como por su relación con guardianes y público, algunos objetos hacen un acto de presencia contundente. Dentro de esas conversaciones en donde los guardianes de sala confiesan estas incidencias en la intimidad del pub, Noah Angell cuenta en su ameno libro Ghosts of the British Museum cómo algunos de esos “vestigios” interactúan rompiendo el velo entre un plano y el otro.


Esta obra ofrece testimonios de una multiplicidad de experiencias inverosímiles, contadas, no sin cierto bochorno, entre silencios y susurros (considérese este blog como un susurro). Fundado a principios del siglo XIX para albergar la colección de 80,000 objetos de sir Hans Sloane, el Museo Británico es ahora un ordenado laberinto de salas de investigación, galerías y subterráneos donde los objetos conviven unos con otros, y los guardianes a veces se topan con situaciones difíciles de comprender y explicar. Aunque el libro hace un recorrido muy documentado por todo tipo de extraños (y a veces divertidos) fenómenos entre las diversas colecciones del museo, bastarán un par de botones como muestra.


Siguiendo el hilo que nos lleva hasta Babilonia, y no debemos olvidar que las tablillas cuneiformes de Si una ciudad están el Museo Británico en la sala 56, hay dentro de la colección de Mesopotamia una pieza singular que parece tener un efecto especial en los visitantes. Se trata del famoso relieve Burney, de alrededor del 1800 a. C, que representa a Lilith (del sumerio Lilitu, que significa espíritu del viento), aunque se la relaciona con Ishtar, como diosa de la sexualidad y de la guerra. Según la curadora de esta sección, este relieve emanaba desde su llegada al Museo una potente energía que le hacía pensar que había en él un poder maligno que quería apoderarse de la persona que lo tocaba. Al parecer, sus sensaciones se vieron posteriormente confirmadas por un investigador algo incauto, quien, al pedir el relieve para examinarlo, se sumergió en un tal arrobamiento sensual, que dejó consternados a los guardianes de sala.


Dentro de este registro de impactos, las antigüedades egipcias no podrían quedarse atrás de ninguna manera. Es sin duda la sala más visitada del Museo, y desde su fundación ha atraído a ocultistas y nuevos adeptos de las todavía poderosas deidades. Las cuatro estatuas de Sekhmet junto a la entrada (que los guardianes llaman afectuosamente “las muchachas”) reciben flores, mandarinas y Ferrero Rocher como ofrenda de algunas entusiastas seguidoras, mientras que una investigadora, tal vez sin saber o a sabiendas de lo que solicitaba, pidió examinar una pieza de joyería egipcia, y al tocarla, echó la cabeza hacia atrás mirando al techo, quizá en una visión o éxtasis incontrolado, durante más de media hora.


Y qué decir del efecto que tienen las momias no sólo en los visitantes, sino en los mismos guardianes y en el equipo de aseo. Uno de los hechos que más trascendencia tuvo en el Museo Británico fue el rechazo a seguir limpiando las vitrinas que albergan a esos delgados huéspedes momificados. Al parecer, por la noche y con bastante frecuencia, mientras se disponían a pasar las franelas sobre los cristales, algunas momias inquietas movían ligeramente las manos, tratando de romper las vendas que las aprisionaban. Esta situación, que parecía un absurdo tanto a los curadores (que, por otro lado, no dejaron de notar que las vendas se estaban rompiendo más de lo habitual) como a las autoridades del museo, llegó a tomar tales proporciones, que todo el equipo de limpieza realizó una huelga para no trabajar más en esa sección. Finalmente, no hubo conciliación al respecto, y el museo tuvo que cambiar al equipo completo, sólo que esta vez el contrato contenía la aclaración de que era posible que se diese algún hecho insólito dentro de las vitrinas, como que algo se moviera, incluyendo las vendas. Y había que seguir limpiando. El trabajo era así. Tómalo o déjalo.


Al final, tanto en los acervos como en cualquier espacio que indica otros estratos de tiempo, hay fenómenos que nos pueden tomar por asalto.  En nuestro largo camino por la tierra vamos dejando rastros, estafetas que son luego tomadas por arqueólogos e historiadores, o por los perplejos paseantes de la vida que encuentran cosas que no deberían suceder o estar ahí según la lógica, a veces desesperada por explicarlo todo. Haciendo caso a las experiencias milenarias, quizá sea mejor ceder a la evidencia de la complejidad de la materia y de sus dimensiones más sutiles. Al parecer, la muerte no sería sino un portal, una bifurcación hacia otros caminos.  Las cosas y los lugares mantienen diáfanas anclas de otras vidas y de otras maneras de construir la realidad que se cruzan con la nuestra. En mi experiencia, al aceptar lo extraño, el mundo se ha vuelto mucho más grande. No sólo los personajes del pasado me parecen más vivos, sino que puedo integrar mejor las señales que todavía percibo a veces en las sombras, o en los ambientes más diversos a plena luz. Al final, todo, incluso las antiguas deidades, nos hablan de cómo todas las pequeñas y grandes historias de vida se parecen, con las mismas fatigas, angustias y alegrías. Al final, el pasado contiene al Espíritu que es, como lo definía la lengua latina, todo aquello que todavía tiene el soplo, aquello que todavía respira.

 
 
 

Comentarios


bottom of page