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La letra de luz: la inesperada caligrafía femenina

  • Foto del escritor: Gabriela Vallejo
    Gabriela Vallejo
  • hace 5 días
  • 5 Min. de lectura

Para mi abuela Elvira


Para los que le seguimos la pista a los libros, incluso entre los más antiguos, a veces nos topamos con la señal de una mano femenina, especialmente en aquellos cuya consigna era construirse dentro de la perfección y la belleza, pues su contenido debía reflejarse en las páginas que le daban existencia material. Esos códices, que buscaban honrar la luz de la palabra escrita, de la palabra sagrada, y del conocimiento de un mundo revelado a los hombres, eran una extensión de la sensibilidad y el talento de quienes los han copiado con esmero. Aun cuando se trataba de permanecer en un espíritu de humildad, algunos pocos escribas, hombres y mujeres, dejaron su nombre, lo que significaría haber llegado a un grado de reconocimiento, o bien, haberse otorgado la posibilidad de dejar una señal de cierto orgullo por el trabajo bien hecho. No se trataba sólo de copiar, sino de firmar, de apropiarse del título de scriba o scriptrix.


Nuestra historia moderna, aquella de monarquías y democracias, de interacciones culturales entre continentes, también es heredera de la crisis y luego de la caída del Imperio romano, de las irrupciones de los llamados pueblos bárbaros, y de un gran cambio espiritual. Todo esto fue un detonante poderoso para generar un movimiento contrario, de fundaciones, del deseo de preservar la herencia grecolatina, y a los pensadores de un cristianismo potente. Allí se generó una efervescencia difícil de imaginar, en donde las conversiones a veces increíbles o milagrosas a una nueva fe, propiciaron la creación de una red espiritual que trataba de conservar el conocimiento, ahora en proceso de dispersión.


Paradójicamente, en los cataclismos del siglo V, la producción de manuscritos pasó del Mediterráneo al norte de Europa, tierra de vándalos y origen de las migraciones germánicas hacia los confines del continente, pero llevando las innovaciones de siglos atrás: el pergamino, inventado en la ciudad de Pérgamo, fue el resultado de una experimentación para sustituir al papiro en el momento en que Ptolomeo V (cerca del 190 a.C), por rivalidad, cortó el suministro de insumos a Eumenes II, cuya biblioteca pretendía rivalizar con la Alejandría.  Una vez resuelto el problema para sustituir al frágil papiro, la copia de manuscritos se extendió, a lo largo de la Edad Media, de la mano de los monjes que habían llegado incluso a la Britania romana, ahora bajo dominio anglosajón, que llevaban el fuego misionero de las órdenes religiosas, como la de San Benito del siglo VI y los misioneros irlandeses del siglo VII, siguiendo los pasos de San Columbano.


Cuando tenemos la suerte de ver estos códices (ahora muchos disponibles online), entendemos que la palabra escrita está enraizada en otros textos que van formando las ramas de un árbol de conocimiento, que hunde sus raíces en bibliotecas anteriores, algunas incluso desaparecidas.   Las palabras son presencias, y ponen de relieve las relaciones con otros textos y con otros copistas. Lejos de ser una época oscura, la Edad Media era un vórtice que atraía el conocimiento de todas partes. Y cuando se investiga sobre el origen de los libros, todavía nos sorprende hasta qué punto las mujeres eran parte activa en esos procesos de transmisión religiosa y cultural.


Después de todo, ¿qué significa leer y escribir para una mujer en un tiempo en que la educación no era frecuente, y que las bibliotecas eran escasas? Yo, como muchas otras personas incluso en esta época, no necesito irme muy lejos: ahí estaba mi abuelita, quien no había podido terminar la escuela primaria, pero a quien le gustaba leerme los relatos de lugares muy lejanos, y cuya posesión más preciada era una enciclopedia que solía subrayar. Durante muchos siglos, los libros fueron enciclopedias, la suma del saber sobre un tema que tejía finos hilos con las ideas de estudiosos de otros tiempos y espacios. En esas bibliotecas grandes o pequeñas algunas mujeres adquirieron la maestría no sólo del leer sino del escribir, dentro de un ejercicio de belleza y armonía. Una de las raíces de la escritura antigua de esos siglos no era el arte de la caligrafía en sí mismo, sino el perfeccionamiento espiritual del que participaba el amanuense, que se traduce en la perfección del objeto que también lo contiene.


Para encontrar estas religiosas singulares nos remontaremos a la Abadía de Wessobrunn, un convento benedictino en el sudoeste de Baviera fundado en el siglo VIII, que se había convertido en un importante scriptorium para el siglo XII. Como otros monasterios benedictinos, éste era “dual”, es decir, con una sección de hombres y otra de mujeres que compartían oraciones y trabajo (“ora et labora”). Bajo el patrocinio de la nobleza local, el taller de copistas era sumamente activo para estar a la altura de la demanda para otras bibliotecas conventuales y privadas. Allí, Diemoth o Diemut, (nacida alrededor del 1060), se distinguió por ser una copista extraordinaria. Su vida de reclusión era ideal para el trabajo de escriba, como lo sugiere su alto nivel de productividad: entre 1130 y 1150, con una letra muy clara y muy hermosa, copió unos cuarenta y cinco volúmenes, entre ellos, varias obras de San Gregorio Magno, Orígenes y San Agustín. Su reconocido talento, de alguna manera era una muestra de su espiritualidad, por lo cual fue enterrada con los monjes mátires que murieron a manos de los húngaros en el año 955.


Las mujeres escribas, esas monjas armadas de plumas y papel, son las herederas de una fuerza femenina de cambio, en continuidad con las misioneras y las fundadoras de otros conventos. Una de las ilustres antecesoras fue la anglosajona Leoba de Wessex una monja de familia noble y sobrina de San Bonifacio, que en 748 se fue con él de Inglaterra a Alemania. Dada su facilidad de palabra y su capacidad como poeta, educada por una mujer llamada Eadburga, obtuvo el patrocinio de Hildegarda, tercera esposa de Carlomagno, para volverse la responsable del monasterio de Tauberbischofsheim (ahora en el estado de Baden-Wurtemberg), uno de los primeros conventos femeninos en Alemania.


Estas mujeres de profunda religiosidad, en mancuerna con hombre considerados santos, veían en la religión una puerta para la cultura y la educación, gracias al apoyo de patrones y patronas, conscientes de la necesidad de crear repositorios de saber, en donde las mujeres, aunque minoritarias como signo de sus propios tiempos, también dejaron su rastro a través de algunas voces lejanas: Vierwic, Walderat, Hadewic, Gerdrut, Sibilia, Lugart, Derta y Cunigunt del convento benedictino de Munsterblissen, cerca de Maastricht, copiaron a varias manos dos obras de Isidoro de Sevilla, las Etymologiae y De natura rerum, ahora custodiadas en la British Library.


Todas estas presencias casi anónimas eran puntas de lanza de otras que tomaban la estafeta sobre el papel. Después de todo, el manuscrito es el receptáculo no sólo de un autor, sino de quien le ha prestado sus ojos y las manos para que sea visible al mundo. Me parece justa la descripción de la investigadora medievalista Mary Wellesley (The Gilded Page), en lo que es hoy día el encuentro con el manuscrito: como un tejido de minúsculas claves de una historia olvidada que requieren del minucioso examen de un forense, desde su fabricación, hasta las peripecias que lo hacen llegar a bibliotecas lejanas en tiempo y espacio. Yo en lo personal siento la fuerza de esas mujeres lejanas y cercanas, fascinadas por la palabra que vuela al viento y que se forja con tinta de fuego en el papel, y que van urdiendo cadenas como tantas otras tejedoras de historias. Al final, lo que se ha creado es un espacio común, en donde autores y escribas, hombres y mujeres, son una sola mano, un solo ojo, una sola voz.

 
 
 

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