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2. La música del inframundo

  • Foto del escritor: Gabriela Vallejo
    Gabriela Vallejo
  • 27 sept
  • 5 Min. de lectura
Jardín de las delicias, El Bosco, Museo del Prado, Madrid
Jardín de las delicias, El Bosco, Museo del Prado, Madrid

La última vez hemos contemplado los paneles cerrados de El Jardín de las delicias, y ahora los abrimos con cuidado, con el respeto de quien abre las ventanas a un espacio sagrado, a una revelación. Es como si escapáramos a la vista de los guardianes del museo, y con la sala vacía, nos apropiamos de la obra: la tenemos sólo para nosotros, para recorrerla como quien quiere llevarse las imágenes consigo, y todos sus secretos, al dejar la sala. Aunque las pinturas son bien conocidas, al verlas al natural, pasando los ojos de un panel a otro, nos damos cuenta de sus colores, de sus ritmos, de sus mensajes. Y de sus contrastes. Hay una gradación desde la paz del Jardín (con un Jesús ya presente) antes de la Caída, hasta el momento posterior, donde todo se dirige hacia un gozoso y superpoblado cielo de nudistas juguetones, que podría derivar hacia la puerta del infierno, una oscura consecuencia de los excesos de la caída de la Gracia. Un gozo inconsciente en línea directa con el camino de la oscuridad.  


Una vez que se abandona el equilibrio, ¿hasta dónde se puede caer? ¿Acaso existe un límite? Sin duda, esta es una de las preguntas que han permitido imaginar el intrincado ámbito infernal con sus círculos, o sus distintos niveles, a veces no tan lejanos de nuestro propio mundo.   El infierno, de alguna manera, está en todas partes. No sólo como algo imaginario, sino como algo muy real. Y, sin embargo, en esta puerta, a diferencia del Paraíso, hay escondido un principio de dualidad, en donde aquello que puede suceder está sujeto al libre albedrío del humano. Este tercer panel de El Jardín de las delicias es una imagen en paleta oscura como respuesta no sólo a lo efímero del placer, sino a las funestas implicaciones de la vida a la deriva, en el desenfreno y goce material, cuando se elige ese camino. El vasto territorio del mal físico y metafísico, visto por Bosch, es una experiencia colectiva que, sin embargo, se vive de manera personal, mostrada a través de pequeños personajes en las situaciones más rocambolescas dentro de su propia rueda infinita de sufrimiento, lo que, sin embargo, no implica perder la perspectiva del humor.


El infierno, en su complejidad, es a la vez un tiempo y un lugar que hace énfasis en la continuidad de nuestro mundo en el otro. La tercera tabla se divide en tres niveles y tres colores de base, desplegándose hacia abajo, según los elementos: fuego, agua y tierra. En la parte superior de guerra y destrucción, de repente me viene la evocación de una imagen del siglo XX, de una ciudad bombardeada, aquí sobrevolada por los ángeles caídos, tal vez origen y consecuencia del fuego. En este ámbito de contrastes, aquello que te salva puede así mismo condenarte: no olvidemos que en el siglo XV las armas de fuego eran también consideradas como algo diabólico. El siguiente nivel infernal se da en el agua, en donde los hombres, depredadores por naturaleza, se ven enfrentados a malintencionados seres acuáticos. Esta escena se asemeja al río Aqueronte de aguas negras que simboliza el dolor, y que también es el medio de transporte de las almas al Infierno. Y justo debajo se encuentra la tierra, con aquellos que son castigados por sus excesos en los placeres, y en donde el arte tiene un lugar especial, como obras del espíritu, pero que nos pueden llevar a perder la razón.


El nivel de la tierra, que es el que más me interesa, reúne a todos los placeres, la gula, los juegos de azar, la lujuria y la ebriedad, y como gran protagonista, la música, tal vez la razón de fondo del pecado. Este parecería ser el tono que tiene el nivel más bajo: el trasfondo de un estado de locura que produce el arte, la música, el baile, la relación de los cuerpos desnudos, como sucedáneos del alma condenada, sujetos a sus pasiones. No se trata, sin embargo, de una locura triste o tenebrosa, sino de la perturbación de los sentidos, de una vaporosa enajenación debido a la ingesta de plantas, o bien a la minúscula pero potente picadura de una araña, que en la Edad Media producía el frenesí de la tarantela; sin olvidar los casos conocidos como “la plaga de la danza” (coreomanía), también llamada el “mal de San Vito”, con muchos casos entre los siglos XIV al XVI, en el que las personas no podían dejar de moverse y bailaban hasta caer exhaustos, o incluso muertos.


Dentro del horizonte de los cuerpos desnudos frente a los estados estáticos, cabe especular, sin que haya llegado a probarse, que el pintor pudo haber formado parte de un grupo religioso, muy pronto condenado como secta, llamado los “Hermanos del libre espíritu”. Estos grupos que nacieron en el siglo XIII se difundieron entre la Alemania renana y los Países Bajos en el siglo XV, y se caracterizaron por un espíritu de desinhibición al considerar el cuerpo desnudo como algo puro, llegando a mostrarse así incluso en público, como una manera de reivindicar la pureza originaria del Jardín del Edén. Sus integrantes pensaban que el ascetismo era un camino para entrar en contacto directo con Dios, sin necesidad de la intermediación de la Iglesia, lo que les valió a algunos la condenación en la hoguera.

 

Todas estas historias estarían todavía flotando en el aire en tiempos de Bosch. Sin embargo, lo que más llama la atención de esos nudistas, tal vez castigados por perderse en los placeres, es que están atados o sometidos por los instrumentos musicales. Los instrumentos solían presentarse en la iconografía del Renacimiento como alegorías y símbolos, usualmente de armonía, pero aquí están asociados a la música profana y sus efectos. No obstante, la clave a la dualidad que nos ofrece Bosch está en el personaje aplastado por el laúd, y que lleva la música escrita en el trasero. Esto se puede interpretar como una punición (tal vez por la lascivia asociada a estas partes), o bien como una manera bufa de hacer escarnio del mismo diablo, pues en la época se creía que el diablo no tenía culo, y mostrárselo era una manera de poner en descrédito al pobre demonio, que huía avergonzado.


Igual que nosotros, el trasiego de observadores fascinados por estos pequeños personajes no ha caído en saco roto. Después de todo, los glúteos tienen probablemente más amantes que detractores. Quiénes han reaccionado más positivamente para reivindicar al pobre hombre aplastado por el laúd, han sido los hermanos Gregorio, Luis, Eduardo y Carlos Paniagua, quien con el grupo Atrium Musicae grabaron un disco en 1978, llamado Codex Glúteo, en homenaje a ese culo que enarbolaba el tetragrama de notación gótica que mostraba el motivo del castigo. El resultado fue un conjunto de piezas licenciosas de la época de los Reyes Católicos, inspirado en las dos hojas de la partitura que Gregorio Paniagua llamó “Nalga 1 y Nalga 2”. Estas notas fueron después transcritas por la estudiosa Amelia Hamrick, tratando de reconstruir cómo pudo sonar tan peculiar partitura. Con base en esa transcripción, James Spalink ha hecho una adaptación con laúd, harpa y zanfona, (Hieronymus Bosch Butt Music) creando un efecto de cadenciosa solemnidad, frente al caos y al escarnio. (https://www.youtube.com/watch?v=OnrICy3Bc2U) En nuestra sociedad hecha de espejos, sería como si, gracias a estas claves, hubiera una redención oculta (y una salida a este laberinto), primero con la risa, y luego con la belleza de la música que nos regresa al espíritu. Y así abandonamos la sala.



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1 comentario


Emy De La Cruz
Emy De La Cruz
28 sept

Estupendos este tema y tu estilo de blog, me ha encantado! Magnifica Gabriela 🙏😍

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