1. El primer cielo
- Gabriela Vallejo
- 30 ago
- 6 Min. de lectura

Bosch, El jardín de las delicias
Un museo no es un lugar común. Es un lugar de encuentro, o incluso de convocación: a veces no sé si voy a ver una obra o si soy llamada por ella, para tener una conversación secreta o resolver una duda que está en mi camino desde hace mucho tiempo. Y cuando eso sucede, cuando se hace la súbita presencia de obra y espectador. No sólo cuenta lo que está a la vista, sino también aquello que parece estar más oculto, esperando ser descubierto, una vez más y de manera distinta. Las presencias dentro y fuera de los cuadros son elementos dispuestos como referencias o líneas de fuga a otros tiempos, para que sólo un observador curioso pueda captar los detalles que ha dejado un artista siglos atrás como indicios o como elementos de significado. En realidad, un lugar propicio para encontrar algo oculto u olvidado es la parte de atrás de las pinturas, con frecuencia poco accesible al visitante, o bien el reverso de las puertas de un tríptico, por lo general abiertas como discretas alas.
Cuando he estado frente a un tríptico de Bosch, como hace unos días en el Museo del Prado, tengo la sensación de que el espacio se rompe y se crea un vacío. La sala de exposición deja de existir y permanece sólo la obra que causa sorpresa, inquietud, fascinación e incluso desasosiego. No es un espacio familiar, y, sin embargo, todas las figuras parecen escapar de antiguos sueños y pesadillas. Pero, ¿qué hay detrás de ese maravilloso delirio? O incluso, ¿qué es lo que cierra y abre esa escena fabulosa? Para empezar las puertas, que parecen decir algo más sobre lo que allí se representa.
En este primer acercamiento al Jardín de las delicias, quiero detenerme en el reverso de esas hojas laterales, sin duda menos famoso, pero no menos contundente. A diferencia de la densa calma del Paraíso, enfrentada al delirio infernal dentro los paneles expuestos, lo que está detrás es quizá el punto de equilibrio de todo el conjunto; me refiero a la esfera que se crea al cerrarse las puertas sobre el jardín, y que lo contiene todo: una tierra en calma, casi en una tranquila somnolencia, y sobre ella, las nubes, el primer techo humano en el que se reposa la vista.
Para mí, este cielo con nubes representa la relación de la divinidad con el hombre y el mundo, mientras que ésta mira la esfera desde la distancia. Esas masas algodonadas que filtran la luz son la frontera con el empíreo, ese vasto espacio siempre soñado. De hecho, desde nuestra perspectiva, un cielo no se entiende sin nubes, y es nuestra primera experiencia de algo más trascendente. Recordemos cómo en la Edad Media, la intervención divina se representaba como una mano saliendo de las nubes, esa mano que era a la vez presencia, protección y guía, o bien ese conjunto nuboso eran un confortable asiento para Dios y para sus Potestades que miraban hacia abajo, antes de lanzarse hacia ámbitos superiores, sin entrar en la densidad del mundo.
Jheronimus van Aken, conocido como el Bosco, vivió entre fines del siglo XV y el principio del XVI, albergando en sí la tradición pictórica medieval, y las nuevas propuestas de un incipiente Renacimiento. Los estudiosos que le han seguido la pista piensan que se vio influido por las estancias que lo llevaron desde su poblada ciudad natal (s-Hertogenbosch, Bois-le-Duc o Bolduque), hacia Gante y Brujas, y tal vez incluso a Venecia y Padua en donde estaría en contacto con pintores como Giorgione. Sin embargo, nutriéndose de varias tradiciones, creó algo totalmente personal, fascinando a algunas cabezas coronadas, como al joven Felipe II, su acérrimo coleccionista, que había adquirido obras de Felipe de Guevara, mayordomo de Felipe el Hermoso, y uno de los primeros tratadistas que estudiaron a Bosch.
¿Qué es, entonces, lo que sus contemporáneos podrían haber visto en ese tríptico? Tal vez la complejidad del mundo visible y del invisible, cuya existencia no requería de pruebas como las que necesitamos nosotros, quizá algo más cortos de visión espiritual. Un artista como Bosch siempre tuvo la destreza para ir desde lo etéreo hasta la fantasía más desenfrenada (y no sin cierto humor) de los mundos menos sutiles, llenos de maravillas y turbulencias, como una suerte de laboratorio de especies nuevas para poblar los mundos.
En ese contexto, ¿qué podría significar esa esfera detrás de las puertas? Para mí, es el prólogo celestial, es la perspectiva para mostrar cómo el Paraíso es una suerte de isla anclada en una esfera de cristal, el lugar donde todo tendrá inicio. Las nubes sobre ella son la frontera con otras dimensiones. Éstas no representan, sin embargo, algo estable, sino un proceso constante de cambio, y es lo único que se relaciona directamente con la vida que conocemos, pues todos vivimos bajo esos celajes, y no hemos dejado de darles diferentes significaciones a lo largo de nuestra historia. Aquellos que más han definido esas formas de nuestro primer cielo son Jean Baptiste de Lamarck, el naturalista del Jardin de Plantes, y sobre todo, Luke Howard, el farmacéutico que descubrió la meteorología bajo los cielos nublados de Londres, ambos a caballo entre los siglos XVIII y XIX tratando de entender los sistemas mutables.
En realidad, fue Howard a darles el nombre de cumulus, cirrus, stratus, y de stratocumulus, como las que forman parte de este techo del paraíso. Nubes altas, de masas redondeadas con zonas de sombra, que crean grupos, y cuya actividad, entre calor y humedad, puede llevar a tormentas. Se condensan desde el tiempo cálido y estable en el alto cielo. Y, sobre todo, le dan consistencia al mundo dentro de su esfera, pues hacen evidente el proceso de renovación material y espiritual.
Las nubes, en realidad, significan el tiempo: los ciclos en los cuales pasan de una forma a otra, hasta que caen como lluvia, o se evaporan de nuevo para subir hacia lo más alto. Dado que están constituidas de agua, forman parte de todas las formas vivas, aunque también sabemos que son símbolo de divinidades ancestrales. Según el observador de nubes Gavin Pretor-Pinney (The Cloud Collector’s Handbook), de acuerdo con antiguas creencias budistas, las nubes cumulus se asociaban a los elefantes sagrados, que traían lluvia después de un clima canicular. Para la mitología hindú, Airavata es un elefante blanco sobre el que se mueve Indra (dios de la lluvia, de las tormentas y de la guerra), y que es también el “elefante que une o teje las nubes”, con cuya trompa toma el agua del inframundo para depositarla en el cielo para que pueda caer sobre la tierra. Y lo que parece hacer esta relación aún más real, nos diría este agudo observador inglés, es que esos cumulus, que contienen casi 350 billones de minúsculas gotitas de agua suspendidas en el aire, podrían pesar lo mismo que 80 elefantes
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Para Bosch, ningún elemento está fuera de lugar, y ninguna referencia lejana estaría excluida de sus obras, y sin duda, le divertiría ver elefantes en las nubes. En ese primer cielo la historia se vuelve una, todas las tradiciones se unen mirando hacia la dimensión de los dioses. La esfera divina es la unificación de todos los ciclos, donde el tiempo ya no es lineal. Pensar en el Paraíso y la caída de la Gracia, es pensar en el inicio de la historia. Sin embargo, las nubes siempre nos hablan del presente, pues cada forma tiene un momento, antes de desaparecer. Por eso son un tiempo sagrado, que puede transformarse en eras y fases, y pasar de un estado a otro. Lo que sucede en esas hojas cerradas ofrece un contrapunto de lo que va a suceder en los siguientes paneles, en donde habrá una fractura en el Paraíso, de un eterno presente del disfrute celestial, para producir la conciencia de los límites, y lo que puede suceder cuando éstos se traspasan.
Los paneles permiten contar historias en partes, en secuencias, y las puertas son exactamente eso, portales para ver distintas perspectivas. Al cerrar el tríptico, se ve el inicio o el final. Arriba y abajo. ¿Y qué hay al centro? En el centro, frente a ellas, está el espectador, que forma, sin saberlo, parte de la composición, en tanto que receptor, por un lado, y en tanto que integrante de esta historia que habla de nuestros orígenes bíblicos. Así que una vez que se cierran las puertas, nos quedamos mirando el mundo desde nuestro espacio, distinto, cambiado, flotante.
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