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Vislumbrando el paraíso

  • Foto del escritor: Gabriela Vallejo
    Gabriela Vallejo
  • 20 jun 2021
  • 5 Min. de lectura

Actualizado: 30 sept 2021


Xochimilco de madrugada. Foto de Luis de Garay.


El paraíso es un lugar que parece siempre estar flotando sobre nosotros, en alguna dimensión ultraterrena, y que solo puede intuirse a través del sueño o de una visión mística excepcional, aunque todos sabemos cómo se ve o cómo se representa. De acuerdo con fuentes antiguas, empezando por el Génesis, sería un jardín encapsulado en la palabra persa antigua apiri-daeza (un jardín rodeado de un muro) que el hebreo antiguo transformó en pardés, y el hebreo clásico en gan, un jardín plantado (tal vez en medio de un espacio desértico) en donde todo es felicidad, aromas, gozo, es decir, el edén. Dado que el entorno influye mucho en quienes somos, Adán y Eva, creados desde el polvo con un soplo divino, vivían allí en perfecta armonía, pues todo lo que necesitaban les era provisto por esa naturaleza abundante. Y ese sería el origen mítico del ser humano, haber vivido, al principio de la creación, en un lugar único, perfecto, privilegiado.

Esa posibilidad, entre la realidad y la fantasía, es una fuente de nostalgia y, por tanto, de continua recreación a través de los siglos, al tratar de retratar eso que no puede sino suponerse al enfrentarnos a la materialidad y a la escasez de este mundo. Y tal vez por la misma razón, ningún ser humano puede dejar de buscar ese estado de armonía. Sin embargo, lo que diferenciaría al paraíso de cualquier otro jardín magnífico, es el árbol de la ciencia, que más allá de crear el bien o el mal, permite un discernimiento profundo. A partir de ahí, de un estado de conciencia, se origina el tiempo: quizá el llamado “pecado original” es en realidad la conciencia de nuestra limitación y de nuestra temporalidad, de nuestra filiación con la muerte. Con lo cual, uno de los objetivos de nuestra vida (como si se tratara de un recuerdo) sería regresar a casa, a ese universo de perfección y felicidad sin límite.


Dado que nuestro trayecto vital es siempre un viaje en el tiempo, a veces, sin desearlo ni buscarlo encontramos un camino, una persona, algo que podría representar eso que, al parecer, evocaba Theodore Zeldin, el historiador decano de Oxford, no sin cierto humor: de repente, como bajado de los cielos por querubines, encontramos algo extraordinario que casi podemos poner en una vitrina con un letrero “un fragmento de felicidad encontrado en el paraíso”. ¿Y qué puede ser ese fragmento? Puede ser un objeto singular, un instante infinito, un paseo o una conversación profunda que se ha compartido con alguien. Y si estamos vigilantes, puede salirnos al paso donde menos lo pensamos y en un segundo, como un regalo, podemos tener un atisbo del paraíso. Yo lo he vislumbrado en los encuentros y en los momentos más gozosos, por ejemplo, haciendo el camino, a través de la perspectiva de la imagen, de Xochimilco al amanecer.


Xochimilco es un corazón verde. Esa “tierra de las flores” fue un importante señorío sometido a los mexicas en el siglo XV, y era un gran abastecedor de alimentos a la capital azteca. Sin embargo, su origen de mayor esplendor databa del siglo X, cuando sus habitantes llegaron desde ese “árbol del conocimiento” que era Teotihuacán. Allí iniciaron las obras de ingeniería que formarían las chinampas, los armazones de tierra sostenidos con troncos y varas sobre el lago, donde se sembraban árboles como los ahuejotes cuyas raíces llegaban hasta el fondo de la laguna y les daban solidez a esos huertos flotantes. A lo largo de los siglos se crearon los canales y bancales que albergarían a su población lacustre. Y a pesar de los embates del asfalto, Xochimilco ha logrado permanecer fiel a su origen, como una imagen del paraíso: clima templado con humedad media, cimentado en la meseta volcánica, guardando el fuego bajo el agua. En sus huertos prosperan los pinos, madroños, ahuehuetes, alcanfores, eucaliptos, así como una cantidad de plantas y flores desde el alcatraz y el clavel, hasta el amarillo chispeante del cempoaxóchitl.


El paraíso comienza allí dónde el hombre se para frente a la naturaleza y lo reconoce. Es la mirada la que lo crea cuando lo descubre como un recuerdo lejano, como un conocimiento de haber pasado por este y otros sitios que se vuelven jardines bajo su mano, bajo su deseo de hacer prosperar la tierra. O bien como el fotógrafo que lo ve y lo recrea con el fin de compartir el instante precioso. El paraíso, tanto como el arte, es solo una extensión de uno mismo: el agua de nuestro cuerpo, la sangre, el agua por la que circulamos y la distribuye por los canales y se vuelve una obra por la que otros pueden también transitar. Descubriendo el mundo a pie o con la mirada nos damos cuenta de que nada permanece siempre estable. Los colores están en un constante proceso de transformación y el artista lo sabe: los verdes del follaje se funden en el negro, se van hacia el azul o en amarillo, o bien estallan en flores del más diverso plumaje. Las flores nacen y luego vuelan hasta las copas de los árboles, para caer en granos y empezar el ciclo de nuevo, una y otra vez.


La naturaleza expectante parece despertar al amanecer en esas riberas lacustres. Es el reino del sol y sus tonalidades. Todo se descubre como si estuviera naciendo en ese momento: brota en el agua, brotan los huertos que se alimentan de ella. El corazón bombea, el caminante se mueve al unísono. Sus pasos van dejando huella, sus pies van dejando sembradas sus propias raíces. Él mismo comienza a florecer en cuanto empieza su andadura. La travesía por la tierra y su naturaleza le da un sentido a sus pasos y a su proceso como creador. Ahí nos damos cuenta de que el paraíso es un estado mental. Para los que hemos pasado por Xochimilco, o por cualquier otro vergel del planeta, en algún momento comenzamos a sentir que éste se transforma en algo excepcional cuando nos ponemos en sintonía con él, cuando nos hacemos uno con el vaivén de las aguas, cuando sentimos que el perfume de sus árboles y sus flores nos despiertan de nuestra somnolencia vital. El paraíso no es solo un lugar de origen, sino un lugar de llegada, y para los amigos que se van, también es un estado del ser: al hacer su propia trayectoria, al disfrutarla, al plasmar su propia percepción, de una u otra manera, le han dado significación y continuidad a su vida y a la de los demás, incluso más allá de la muerte. El paraíso también se descubre en los ojos del otro. Ahí es donde se vuelve una revelación compartida.



 
 
 

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