Un año nuevo o los caminos de la serpiente
- Gabriela Vallejo
- 13 ene 2024
- 5 Min. de lectura

El ouroboros en la Iglesia de Pájara, Virgen de Regla, al sur de la isla de Fuenteventura en las Islas Canarias. Portada pagada por un donante mexicano en el siglo XVII. Fotografía de Carlos de Sas.
El fin del año y el inicio de uno nuevo son una puerta, una suerte de pasaje intangible, que marca un fin y un inicio que terminan evocando el eterno retorno del tiempo, cuya primera imagen sería el ouroboros, esa figura misteriosa de la serpiente que se muerde la cola, que ha recibido diferentes significados. Este término, como tantos otros, proviene del griego οὐροβόρος, de οὐρά oura 'cola' y de -βορός -boros '-comiendo', lo que sugiere una figura dinámica, en acción, en donde fin e inicio se integran en una rueda, en donde comer tiene que ver con digerir, con procesar, con integrar; con aquello que es externo y que va hacia el interior para ahí crear algo nuevo.
A través de la historia, la serpiente es uno de los animales que más se han ligado a la transformación, y por ende, al cierre de ciclos. Jean Chevalier y Alain Gheerbrandt, en su diccionario de símbolos, la asimilan a un ser contrario al hombre, como su opuesto más antiguo, aquella presencia que nos acompaña desde el jardín del Edén, o incluso antes, y que ha penetrado nuestra psique como un emisario de un conocimiento que, según la tradición, puede resultar peligroso, pero que no deja de interpelarnos, incluso en nuestra modernidad, como nuestro primer interlocutor vital y cultural. Es por ello que a lo largo de los milenios ha terminado siendo complementario, como un rival que apunta hacia el entendimiento considerado inferior, instintivo, el del cerebro reptiliano que rige la conducta impulsiva y donde se esconde el subconsciente. En este sentido, la serpiente prefigura al hombre, o bien es nuestra parte más primitiva, y nos recuerda la oscuridad de la conciencia, desde donde puede brotar la luz.
En su misma representación cultural, todavía paseando por ese jardín del Edén, la serpiente es por sí misma la unión de los opuestos: es por ello que es la vez visible e invisible, cercana a la vida, y a la muerte cuando sus fauces cierran el ciclo, mordiéndose la cola. Un ciclo y un círculo que sugiere no sólo la presencia del cero, sino de esa vuelta de tuerca en la que de ese giro del círculo se forman dos círculos unidos por un punto. El infinito. Ese símbolo, que ahora nos acompaña en todas nuestras representaciones del tiempo y del espacio, fue introducido por el matemático inglés John Wallis (1616-1703), para representar el número más alto imaginable, y por tanto inalcanzable, un número que no termina nunca. Un trazo que no dejar de moverse nunca, como dos serpientes que van una tras la otra.
¿Por qué pensar en eternidad justo cuando hemos atravesado el umbral de un año nuevo? No sólo porque el fin de un año es una de nuestras fronteras, sino porque el tiempo es nuestro interlocutor, entre un tiempo lineal y un tiempo mítico, que aunque parezca algo del pasado, no es sino una dimensión de nuestras vidas que vive tras bambalinas: es lo desconocido que está más allá de nuestro época, pero que nos liga a todos los épocas a la vez. Como seres humanos lo primero que tenemos que hacer es tocar la tierra con nuestros pies, pues en realidad nuestra vida la marcan nuestros pasos. Estamos en un planeta que es un ser vivo, con sus propias fuerzas, sus lógicas y sus impulsos de creación y destrucción. Formamos parte de sus movimientos y vaivenes, y también somos responsables de lo que allí se crea. Así que de las cosas más difíciles que tenemos frente a nosotros es solamente caminar, pues con el primer paso ya somos conscientes de que formamos parte del tiempo, del nuestro y de las eras de la Tierra. Y la serpiente es nuestra acompañante silenciosa: desde la que se esconde bajo la tierra, conociendo sus secretos, hasta que nos mira desde árbol de la sabiduría o la que ha aprendido a volar y a proyectarse hacia los confines más recónditos, la serpiente cósmica.
Desde hace siglos la serpiente es nuestro espejo humeante, por lo menos desde México. Esto es fácil de entenderlo en un país como el mío, donde las pirámides siempre están en nuestro horizonte, y sabemos que caminamos sobre templos y ciudades bajo nuestros pies que de repente salen a la luz. Hay un mundo subterráneo que no ha perdido su continuidad con nuestro presente. Es un eslabón de una cadena milenaria que nos muestra hasta qué punto los mitos siguen vivos, pues como hombres modernos pertenecemos a todas las civilizaciones que alguna vez han existido en nuestro planeta. Cuando uno va por primera vez a Teotihuacán se vuelve evidente que estamos continuamente caminando por un tiempo divino. Las distancias, las calzadas nos ponen de inmediato en relación con otras pirámides y perspectivas.
En este sentido, todos transitamos por un tiempo histórico y nos vemos en aquellos sobre cuyos pasos caminamos, y que nos permiten comprender hasta qué punto se ha creado un vínculo entre dioses y hombres: Quetzalcóatl, una de las serpientes cósmicas que han poblado nuestros cielos, tenía su encarnación humana en Ce Ácatl Topiltzin, rey sacerdote de Tula alrededor del año mil, coincidiendo con la migración masiva de toltecas a tierras mayas, mientras que Kukulcán, el dios serpiente estaba relacionado con Zamná, el sacerdote que llegó a Chichen Itzá cerca del 525 d.C. Dos fases en las que los dioses se acercan a los hombres como sus mensajeros e interlocutores: es como si ellos no pudieran verse a sí mismo, y necesitaran de un sacerdote, de un chamán, de alguien que fuera capaz de comprender el lenguaje del mundo y el cosmos, y de todas las dimensiones que los conectan, para poder verse y comprenderse a sí mismos.
Nosotros somos los espejos de esas divinidades, pues ellas adquieren una realidad concreta en nosotros, como serpientes que transitamos por la tierra y que nos vamos transformando de ciclo en ciclo, mientras que, al vernos proyectados más allá de nuestro tiempo lineal, poder empezar a entender el infinito que nos habita.
La eternidad es una suerte de espejo alternativo a la humanidad. Es su punto de diálogo, con algo que parece ser sólo imaginado desde una existencia sujeta al tiempo. Pero es el horizonte necesario, como un punto de liberación de las ataduras humanas, como un punto de llegada en donde pueda existir el espacio y el tiempo absolutos. Esos dioses antiguos nos recuerdan hasta dónde podemos proyectarnos como humanos, pues el tiempo mítico nos enseña que siempre estamos regresando y comprendiendo la vida a través de símbolos, y que decodificar la historia nos hace situarnos en el instante en que la serpiente puede bajar de la pirámide de Chichen Itzá con las sombras del equinoccio: un nuevo periodo es un nuevo espacio de conciencia, de las posibilidades de lo nuevo, otra piel de la serpiente, para hacernos la pregunta de cómo podemos mejorar nuestro tránsito por nuestro planeta, antes de que termine este ciclo.
Magnífica reflexión para iniciar el año. Somos seres simbólicos y todo lo que rodea al ouroboros y que tan bellamente evocas (serpiente, círculo y línea, camino y rueda, puerta y umbral, peligro y sabiduría, cielo y tierra, tiempo mítico, eternidad e infinito) ensancha muestra mente y sugiere poéticamente muchas cosas en este mes consagrado a Jano a través del cual nos deslizamos casi sin darnos cuenta en un nuevo ciclo anual. ¡Gracias!
Original, como siempre. Y me llama la atención la foto de una iglesia de Fuerteventura, adonde fue desterrado Unamuno por la dictadura de Primo de Rivera. Él se bañaba desnudo, llegó por allí una argentina riquísima que se enamoró de él y lo dispuso todo para escapar juntos, pero el plan se descubrió por un chivatazo anónimo... del propio Unamuno, que no bebía los vientos por la argentina.
Besos, Paco