Traducir el mundo
- Gabriela Vallejo
- 3 abr 2022
- 6 Min. de lectura

Glosa emilianense, en latín y lengua romance hispánica (inicios del español), Monasterio de San Millán de la Cogolla, siglo X.
A veces no somos conscientes de que expresar algo en una lengua es ya un ejercicio de traducción, ya sea de una imagen, de una percepción que hemos creado o de un concepto que se ha cristalizado en una palabra. Esa palabra lleva ya en sí una perspectiva sobre un fragmento del mundo. Esto es lo que va a ser traducido a otras lenguas, tratando de expresar lo que está detrás de ella. A veces es más complicado de lo que parece. La palabra es como un ser vivo que cambia con el tiempo, y va enriqueciendo sus significados. Una palabra es un viaje en el tiempo.
Aunque la forma que toma es la escritura y ésta sea una representación gráfica de una lengua, en ella encierra también sonidos, que en el caso de las lenguas antiguas, se han disuelto en el aire. Ahora no tenemos más que ciertas ideas de lo que pudieron haber sido, e incluso en nuestras lenguas vivas, esos sonidos también cambian, con una musicalidad distinta según las regiones y los tiempos. Pero esa música también forma parte de la palabra y del ejercicio de traducción: poder reflejar esa tonalidad que lleva a la poesía y a sugerir otras locuciones y frases, por su proximidad o su afinidad.
En un mundo donde las lenguas no dejan de encontrarse, ¿puede existir en realidad la torre de Babel? De manera literal sí, ya que las posibilidades lingüísticas son infinitas, pero también lo es nuestra capacidad de comprensión por cercanía fonética o por intuición comunicativa. Siempre hay caminos que se abren entre las lenguas. Aunque muchas lenguas antiguas han tenido escritura (como la cuneiforme y la jeroglífica que ya implicaban sonidos), la primera que tuvo una estructura alfabética fue la fenicia, que como muchas otras (como la aramea y hebrea), estaba formada sobre todo por consonantes, reflejándose en el alfabeto árabe. Las vocales aparecieron posteriormente cuando los griegos modificaron la escritura fenicia, mientras las runas germanas se dibujaron con base en las letras latinas. Todo lenguaje es, pues, una cadena de influencias, en donde la escritura y su sonido no han estado nunca lejos de esa fuerza fonética, que ha conducido a la magia y a la búsqueda de sentido.
Es por ello que la torre de Babel es más que nada un mito: las lenguas siempre están en proximidad unas de otras, crecen o cambian bajo la influencia de otras. Y las palabras definen conceptos que son tan amplios como los territorios de la mente o el espíritu. De ahí que también hay cosas que arden como una chispa y son difícil de definir (y de traducir), como los giros lingüísticos, la ironía y el humor, tal y como se ha concebido, por ejemplo, en el wit inglés o l’esprit francés. Y esas sfumature, esos matices, se han anclado en la lengua como conceptos a partir del Renacimiento, cuando las lenguas vernáculas comenzaron a definirse con respecto al latín y a reclamar mayor autonomía. Es a partir de entonces que las lenguas han buscado separarse y crear una carta de naturaleza, pero nunca se han podido destruir los puentes que les han dado origen.
E incluso podemos decir más, para los lingüistas de hoy, las lenguas son más bien un instinto, es decir, que los fundamentos de una lengua, o de todas las lenguas, están en nuestros genes y son iguales para toda la raza humana. Es decir, el principio de expresión y de percepción es común a todas, aunque, como diría el traductor inglés David Bellos, la cultura cambia la historia. Cada lengua es una manera de percibir el mundo.
En otras palabras, si las lenguas llevan su propio potencial para crear puentes, esas cadenas, que han llevado dentro de sí la fuerza de la escritura, también han buscado la traducción, casi como una necesidad. Y se han creado centros que acabaron siendo puntos de irradiación de la cultura clásica en todas sus vertientes temáticas. Recordemos la importancia de la escuela de traductores de Toledo que desde el siglo XII, como un laboratorio, se abocó a la interpretación de los autores clásicos greco-latinos que ya se leían en árabe (a partir de la conquista de Toledo en 1085), traduciendo entonces del árabe al latín y luego del árabe al castellano, gracias a la labor de especialistas como Dominicus Gundisalvi (Domingo González), arcediano de Segovia, Juan Hispalense, judío converso de Sevilla, el italiano Gerardo de Cremona, Roberto de Retines, el inglés Adelardo de Bath, los judíos Jacobo ben Abbamarti, Calonimmos Benmair y Moisés de Narbona, el inglés Miguel Scoto y Herman el Alemán. Puede verse la confluencia y la colaboración de diferentes “naciones” para lograr traducir libros de astronomía y medicina, de Aristóteles, Avicena, Averroes, y otros tratados de mística, retórica y poética.
Estos centros tuvieron su continuidad en las universidades, que, como respuesta lógica a este reclamo de textos en otros idiomas, hizo eclosión en la imprenta, a través de la cual se hicieron circular textos en lenguas vernáculas para alcanzar mayores públicos y que fue una de las maneras cómo éstas comenzaron a fijar tanto su escritura como su estructura lingüística, gracias a los caracteres móviles. El comerciante inglés William Caxton, que a mediados del siglo XV viajó entre Kent, Brujas y otras ciudades de los Países Bajos, cambió su oficio por el de impresor, con el interés primordial de traducir del francés el libro Recuyell of the Historyes of Troye de Raoul Le Fèvre, el primero que se publicó en lengua inglesa. Contemporáneamente, otras chispas empezaron a encenderse por toda Europa en ese último tercio del siglo XV para producir textos en traducción.
En ese ímpetu, ¿qué podría ser traducir en los albores del Renacimiento? Tal vez para otros, como para Caxton, sus translation significasen trasladar un texto de una estructura a otra, como un objeto que se cambiaba a un sitio distinto, a una forma distinta en un idioma diferente que lo albergaba como un receptáculo. Esa “traslación”, como nos lo recuerda David Bellos en sus estudios, era una transformación través de la cual se transmitía algo, se le daba voz (mouthing) y se lograba un intercambio (exchanging) de ideas, conceptos, palabras, historias. Sin embargo, en el universo un poco confuso de transportar una lengua a otro receptáculo lingüístico, el principio y el fin de ese viaje siempre fue y ha sido la palabra. Aún si al parecer en griego no existía una palabra para decir “palabra”, existía un concepto de esa unidad, de esas divisiones escritas en linear B donde se comprendían las diferentes partes de cada frase. La palabra, como el átomo, es el elemento básico con la que se construye el discurso, que cambia de identidad gracias a la invención del diccionario. Los griegos ya habían notado cómo las palabras cambiaban de sentido con el tiempo y crearon esos repertorios, que pueden incluso rastrearse a la época de los sumerios.
Un primer peldaño fue, entonces, la creación de diccionarios, pues sin equivalencias, ¿cómo traducir? ¿Cómo nos podríamos orientar entre las lenguas? Si bien los glosarios ya existían desde la época medieval (y ahí está el ejemplo de las glosas emilianenses, de San Millán de la Cogolla (del griego γλῶσσᾰ, glossa, lengua), que contienen frases en latín, en vascuence y en romance riojano-castellano), los diccionarios empezaron a circular enormemente gracias a la imprenta. En 1502 se publicó el Dictionarium del agustino Ambrosio Calepino, que al principio era un diccionario latino que se volvió en sucesivas ediciones, gracias a la prensa de Aldo Manucio, en un glosario con entradas en 11 lenguas, como el hebreo, el griego, francés, italianos, alemán, español e inglés. Posteriormente, aunque Robert Estienne publicó una lista de palabras para el aprendizaje del francés (Les Mots françois selon l’ordre des lettres ainsi que les fault escrire; tournez en latin, pour les enfans, publicado en 1544), el primer diccionario de una sola lengua escrito en Europa fue el Tesoro de la lengua castellana o española, por Sebastián de Covarrubias, publicado en 1611, con la conciencia de que las lenguas forman todas una red, influyendo unas en otras: “Y juntamente pido con humildad y reconocimiento al pío lector perdone mis faltas, y como próximo me advierta aquello en que yo hubiere errado, cerca de la interpretación y etimología de los vocablos, que por estar la lengua castellana tan mezclada de otras lenguas, no será posible acertar en todo.”
Aun cuando para pensadores como John Locke cada lengua expresa nociones abstractas de una manera particular, entre ellas hay muchos corredores comunes. Las dificultades que nos encontramos al estar frente a otro idioma, son las mismas que nos ofrece el espejo de nuestra propia lengua y de sus orígenes y complejidades, y más una tan rica como lo es el español, con más de 400 millones de hablantes en el mundo. En esa diversidad, ninguna región o país tiene la hegemonía, pues es una estructura que está viva, continuamente expandiéndose por las hablas particulares y por las influencias de otras lenguas. Me parece que, sin importar el tronco lingüístico, cada hablante tiene la responsabilidad de su lengua, de aprenderla, de explorarla, de disfrutarla. Cuando nos adentramos en ese camino, nos encontramos con otras con las que establecemos diálogos, tal vez hoy más que nunca: los libros, las películas, los viajes, el estudio y la ciencia nos muestran que una lengua no puede estar sin las otras, que la traducción es en realidad un camino diario en el que, a través de nuestros modos de expresión, logramos desentrañarnos a nosotros mismos.
Eruditísimo como siempre, y muy cierto que expresar algo en cualquier lengua es ya una traducción, cosa en la que yo no había reparado.
Besos