El principio absoluto
- Gabriela Vallejo
- 27 dic 2019
- 1 Min. de lectura
Actualizado: 4 mar 2020
En un principio siempre están las palabras. ¿Qué es un traductor sin ellas? ¿Y qué es cualquiera sin ellas? No es que sean solo significativas sino que son misteriosas. Cada palabra en cada lengua tiene un origen, un linaje, una estirpe. Es como una persona, dotada de singularidad, con un pasado, un presente siempre cambiante y un futuro que no depende de ella. Ciertamente. Depende de un destino, quizá, y de encuentros y desencuentros. Las palabras han venido de lugares muy lejanos, con raíces que apuntan un origen que parte de la intención de alguien de querer expresar algo. Es una intención poderosa que crea el objeto “palabra”. Y es muy posible que no tenga nada que ver con la realidad que le dio vida.
¿Qué pasa cuando las palabras se unen? Un traductor sabe que ninguna de ellas permanece indemne. Todas cambian al tocarse y hacer frases. Cambia su química. Y un traductor, como un intermediario, como un demiurgo, debe interpretar y traducir esa química. Debe ser el testigo alerta de esos cambios, que a veces son muy sutiles. Es un oficio, pues que parte de la técnica para ir a la creación: debe poder desmantelar esas conexiones profundas para poder restablecerlas en otra lengua. Como un ingeniero que tiene que trasladar un montón de piedras para construir un puente. Cada lengua es un mundo de sonidos y sentidos, así que quien se interna por estos caminos no puede, por definición, negarse al viaje. Pero después de todo, ¿a quién no le gusta viajar?
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