¿Qué queda cuando se van los Reyes Magos?
- Gabriela Vallejo
- 16 ene 2021
- 3 Min. de lectura

Los finales siempre hablan de principios. Hemos salido de un año extraordinario, desde todos los puntos de vista, que por su fuerza catastrófica nos ha proyectado tanto hacia atrás, hacia la trayectoria, como hacia adelante, hacia las posibilidades. Cuando algo deja huella, volvemos una y otra vez a ese acontecimiento para tratar de entenderlo. Y no siempre encontramos total claridad. Estos movimientos pueden ser cíclicos; al final, son un eterno retorno a un principio de renovación. Y en ese punto entre lo antiguo y lo nuevo, está la epifanía, que es un tiempo de encuentro que cierra el periodo abierto por el solsticio.
Cada fin de año, al nacimiento simbólico de Cristo se superponen fechas de otros calendarios, del nacimiento de Mitra que se filtra desde Mesopotamia, hasta las fiestas romanas del Sol. Las fechas señaladas muestran hasta qué punto los orígenes son diversos y coinciden gracias a un continuo movimiento geográfico, y de influencias que se superponen. Sin embargo, su función es marcar un momento significativo, un punto especial en donde se realiza una transformación. Entre la figura de Jesús y la de los Reyes Magos, hay muchas historias que se han cristalizado en una sola imagen. Aunque se trata de tradiciones diversas, en el encuentro se acuña la idea de que el mundo antiguo, desde Babilonia, se une al mundo moderno, atravesando y dando sentido a dos mil años de historia occidental a partir del nacimiento de Jesús.
Los Reyes Magos son los testigos de esta llegada: los magos representaban a esos sacerdotes de Zoroastro, que desde la India del Norte habían migrado hasta Irán, llevando no solo el sánscrito sino la literatura Veda, con sus vertientes mazdeísta y mitraísta, de cuyo sistema se desprenderían ángeles y demonios que asediaban el camino del alma inmortal, y que ahora podía salvarse en Cristo. La imagen es tan fuerte que olvidamos que una vez que los camellos ya han partido de nuevo por el desierto, estamos frente a una puerta que se abre hacia algo igualmente significativo: detrás de ella se halla un dios con la suficiente fuerza para apuntalar un nuevo inicio. Ése es Jano, el de las dos caras, una que se dirige al pasado y la otra que mira fulgurante al futuro. Como señor de las puertas y de las horas, en su etimología esconde un verbo y por tanto, una acción: la de pasar, la de abrir el año romano, llamándose Janus, enero, como sus ecos en otras lenguas: en inglés January, en francés Janvier y Yannâayer en árabe.
Con un probable origen indo-europeo, Jano recuerda cómo los cultivos duermen bajo la tierra preparándose para otra renovación en primavera. Este sueño de la hibernación era un símbolo de vida, de una vida más profunda, de un germen que ya ha sido plantado, y que está madurando en el interior de los hombres. Es por ello que la muerte, simbolizada en el invierno como un fin de ciclo, no es sino un principio que se prepara en el interior. En enero los días de nuevo comienzan a hacerse más largos, la luz va ganando espacio a la noche. A través de Jano, también hay una amalgama de tradiciones. El Mediterráneo es el punto de acogida de una travesía religiosa y cultural que daba ciclos a la vida de la comunidad.
Al final, en pleno enero estamos frente a un ciclo que se cumple siempre, tanto en un movimiento de estrellas, como de hombres que en su continua migración no pueden evitar entrar en contacto con lo que serían las verdades esenciales: en algún momento del año tenemos que parar y hacer un corte, enfrentar a los demonios que nos circundan (en griego, el daimôn es neutro, tan solo un espíritu o una fuerza que nos quita el equilibrio), que éstos estén dentro o afuera. Y sobre todo, dejar de mirar al pasado y abrirnos hacia la perspectiva de mayor alcance que nos ofrece Jano, la llave hacia la renovación en este año solar.
Interesante reflexión, y muy del momento. Como filólogo que soy, yo añadiría el portugués Janeiro a la descendencia de Jano, el dios de las dos caras. Un abrazo