Los orígenes del libro, o de cómo las primeras impresiones nacieron de una epidemia de viruela
- Gabriela Vallejo
- 21 mar 2021
- 4 Min. de lectura

Estamos atravesando una era de información y de gratificación inmediata. Todo va demasiado rápido en una búsqueda en donde la información parece llenar un vacío, pero ¿de qué? Tal vez de algo más trascendente, más formativo o más estructural. Es una búsqueda que parte en todos los sentidos, a lo largo de la historia antigua (la nuestra y la del mundo), a partir de temas que no hemos terminado de explorar, pues cada búsqueda abre una nueva puerta. O una ventana, como sucede en las páginas informáticas. Pero no cabe duda de que el contenido es tan importante como el continente. Y en este sentido, el libro es objeto y materia de búsqueda y memoria. Es como si el libro contuviera dentro de sí toda su genealogía, desde las tablillas cocidas y los pergaminos, hasta los tejidos y fibras que se han convertido en papel. Toda esta trayectoria implica un viaje, en donde la “forma”, que son las palabras, caracterizan lo que será el fondo: la corteza de árbol que se usaba en Roma para escribir se llamaba liber, voz cercana a nuestro libro, mientras que la palabra “papel” viene del griego y del latín: el papuros y papyrus ante el bubloi griego, la parte interior de la planta del papiro (Cyperus papyrus), que nos ha llevado a biblos y a biblia en todas sus acepciones.
El papel, como el libro que conforma, tiene su propia historia, y con su invención está relacionada, claro está, con la escritura (que es a la vez dibujo) en cualquier de sus formas. Para que algo aparezca, es porque hay una necesidad inaplazable. La China imperial del periodo Han (que duró más o menos del 200 a.C. al 200 d.C.), comprendía un territorio amplísimo y muy poblado y sus confines se extendían hasta Mongolia, Vietnam y Corea. Para lograr la negociación y la paz entre territorios tan distintos habían logrado desarrollar un importante sistema tributario y una burocracia imperial bien consolidada que necesitaban mejorar la eficiencia de las comunicaciones.
Alrededor del 105 d.C., ante las solicitudes del emperador He (Ho Ti), uno de sus consejeros, el eunuco Ts’ai Lun (o Cai Lun), decidió hacer una mejora en los soportes de escritura. Anteriormente las opciones eran las tiras de madera o bambú que se ataban para formar un libro voluminoso, o bien las tiras de tela sobre las que deslizaban los pinceles para guardarse en rollos inmensos que seguían siendo poco prácticos. A partir de ahí, Ts’ai Lun decidió probar con las fibras de varias plantas para hacer un tejido vegetal que lograra absorber la tinta y que resultara menos costoso. El resultado fue notable, incluso para nuestros estándares modernos: un papel ligero y resistente (también a los parásitos) y del que se podían hacer grandes cantidades con facilidad. Una tan considerable aportación fue premiada por el emperador y por la emperatriz con un título nobiliario y un cargo importante en palacio. Pero, por una de esas coincidencias de la sincronía, la invención del papel convocó a una revisión de la historia, que remitía al trabajo de Sima Qian, escriba de la corte de Han Wudi, y a sus exhaustivas crónicas completadas alrededor del 90 a.C.; ahora la próspera corte requería una puesta al día (bajo la responsabilidad de Ts’ai Lun) y sin duda, referencias a la grandeza cultural de este periodo. No obstante, subir a la cumbre atrae el vacío: por los gajes de la fortuna y los intríngulis de palacio, Ts’ai Lun cayó en desgracia y murió en la cárcel pocos años después.
Sin embargo, el papel siguió su curso ascendente desde Corea hasta Japón. El arte de su fabricación siguió perfeccionándose, y fue el monje budista Dōkyō quien lo consolidó para la siguiente etapa. Como médico (y especialista en un budismo más esotérico), se volvió el consejero principal de la emperatriz Shōtoku, que reinó en Japón durante varios periodos entre el 749 y el 769 d.C. Después de que fuera vencida la conspiración en su contra orquestrada por su primo Fujiwara Nakamaro, Shōtoku, aún más cercana a su consejero y cada vez ganando más poder, acabó cobrándose la cabeza de su primo, asesinado por su guardia personal. Sin embargo, un pecado tan grande no pasaría desapercibido a los ojos de la divinidad. Así que, para evitar las sombras de la desgracia, entró en una búsqueda de expiación y de purificación que conjurase a los espíritus del mal. Para ello, mandó traer a ciento dieciséis monjes budistas y pidió a Dōkyō algo extraordinario: la impresión de un “millón” de copias de plegarias (darani) que serían custodiadas dentro de pequeñas pagodas de madera y distribuidas por una enorme cantidad de templos del reino.
El papel, encerrado en su templo de madera, no solo absorbía la tinta impresa, sino el espíritu de la plegaria cargado en los caracteres, en donde forma y fondo se confundían. Al estar dentro de la pagoda, contenían algo del espíritu de Buda que sellaba el efecto propiciatorio. Esta labor titánica suponía la impresión a gran escala, incluso a una escala masiva, de una técnica que antes había sido prefigurada por el uso de sellos. La impresión de plegarias implicó un cambio de mentalidad y un salto tecnológico: el uso de bloques de madera o tipos móviles, aunque es probable que se usaran placas de cobre que lograran solventar estas grandes tiradas. Sin embargo, una altísima mortalidad causada por el virus “variola” (que se había presentado en el 735) azotó de nuevo Nara, la capital del reino, y acabó con la vida de Shōtoku en el año 770.
No obstante, la emperatriz ya había realizado una aportación invaluable. La tecnología también es un viajero, y por su propia naturaleza, va más rápido que nadie. El papel es uno de los soportes que ha llegado más lejos, tanto en el tiempo como en el espacio. Su invención parte de una tensión creciente para hacer llegar información en un sistema ya muy expandido, e invita a encontrar nuevas maneras de reproducción. En el primer milenio ya se habían sentado las bases tanto para la introducción del papel en Occidente (de Samarcanda hasta España en el siglo XII), como para la eclosión de la imprenta algunos siglos después. Pero en tanto que apuestas tecnológicas, el libro, en su forma tan perfecta en papel, como aquél de tinta electrónica, no ha terminado sin duda su proceso de transformación, pues al parecer la forma sigue ofreciendo nuevas búsquedas de sentido a los desafíos de nuestra realidad.
Interesante viaje por los orígenes del papel. Justo ahora estoy leyendo un libro de otra Vallejo, El infinito en un junco, que tiene su interés pero me ha decepcionado porque yo esperaba más.