Las experiencias de la luz
- Gabriela Vallejo
- 15 mar 2024
- 6 Min. de lectura

Luz entre los árboles, fotografía de ArtTower.
A veces una palabra nos toma al asalto, y todo se enciende como si fuera una chispa de luz. Cada palabra es un universo, una construcción para darle sentido a algo que hace aparecer lo que no existe, o que sólo se percibe pero que no parece real hasta que no es nombrado. El lenguaje es una manera de crear la realidad, algo que una vez dicho los otros lo pueden ver también, bajo su propia percepción: lo que es blanco, lo que es luz, lo que es aquello que tocamos o distinguimos por nuestros sentidos. Las palabras son una vasta herencia cultural, no obstante, nunca dejan de estar en movimiento, buscando crear algo nuevo, o dar voz a experiencias que son tan complejas que no se pueden expresar por lo ya definido. Hay variantes, luces y sombras que esconden y revelan.
Hace muy poco, la reciente y magnífica película de Wim Wenders Perfect days me ha regalado la palabra komorebi (木漏れ日), que en japonés significa “los rayos de sol que se filtran entre las hojas de los árboles”. Las hojas están en movimiento, y la luz se descuelga entre ellas hasta llegar al suelo. Gracias a esta palabra, esa experiencia tan sutil ya está cristalizada. El personaje de Wenders, sin embargo, busca fotografiar el instante perfecto de esa luz que se escapa. Al parecer, nuestro cerebro funciona también como los kanji: por un lado, está el fenómeno, y por el otro está la percepción, y la unión de ambos es la experiencia, la interpretación, la traducción que nuestro cerebro hace de lo que ha percibido. Y de esta forma aparece la imagen, dotada de una naturaleza, de una existencia en el mundo, sujeta a lo efímero de las cosas.
Las palabras tienen un proceso con un trasfondo divino y misterioso, pues nombran algo y eso adquiere densidad, y entonces se construye y finalmente aparece. Platón, en el Cratilo, pensaba que había un vínculo entre lenguaje, pensamiento y realidad, con lo cual las palabras eran el espejo que reflejaba las propiedades de las cosas. De la palabra siempre han surgido preguntas, pues es el verbo, que con el sonido rompe el vacío y aparece algo nuevo.
Y así, la palabra es una chispa de luz, y komorebi sería su espejo. En una sola palabra habría árboles, las hojas mecidas por el viento y los haces de luz que atraviesan ese bosque que está en cualquier parte. Esta palabra resume en su esencia la relación entre tres cosas: la palabra, el objeto de visión (el ojo que ve a los árboles y las hojas), y la luz que pasa a través. Es, pues, energía pura. Y para poder comprenderla en su amplitud, tenemos que considerar que las palabras son siempre un viaje en el tiempo y en el espacio. Forma parte de su naturaleza proyectarse hacia atrás, perderse entre la arena que esconde civilizaciones olvidadas, para luego surgir y proyectarse con fuerza hacia el futuro. Es un hecho que, sin las palabras que los sustentan, los imperios pierden, de alguna manera, la fuerza de su voz. Sumeria, considerada la primera civilización del mundo, era una cultura muda, hasta que se descubrió la biblioteca real de Asurbanipal en Nínive, la capital asiria, en 1845. La lengua sumeria, cristalizada en su escritura cuneiforme, es más antigua que el acadio (también una lengua sagrada), y al parecer se consideraba tan prestigiosa en su momento, que muy pronto se volvió una lengua clásica que hablaba del esplendor de Mesopotamia. Se conservan muchos himnos en tablillas, donde también las mujeres, es decir, las princesas y sacerdotisas, han dejado su huella: existían dialectos, como el emesal, usados prioritariamente para las palabras de las diosas como Inanna (“la Reina del Cielo”) que, a través de la lengua de los acadios, los babilonios y los asirios, llegó a convertirse en Ishtar, y luego en la fenicia Astarté. Esas voces eran las expresiones con las que las diosas se comunicaban con los hombres. Así pues, toda lengua genera un instante de sorpresa y luego variantes cuando van atravesando otras poblaciones en su camino, con lo cual se establece una ruta de intercambios continuos entre la locución humana y su proyección divina, que las hace perdurar en su forma escrita, cuando los sonidos comienzan a extinguirse. Pero aún en las tablillas, en los pergaminos y papiros de la antigua biblioteca permanece la ignición de la chispa, que queda latente hasta que vuelve a despertar en otra cultura.
Para los estudiosos, entre ellos también los físicos, la realidad en general no existe sin la luz de la conciencia. En este proceso, me parece muy sugerente el precioso libro de Arthur Zajonc sobre lo que significa capturar la luz (Catching the Light), y cómo ésta puede filtrarse entre las palabras. Para este científico de la universidad de Amherst, en el acto de percepción no existe la luz exterior sin la luz interior; sin ella, el ojo no tiene la capacidad de ver. Esto es patente, por ejemplo, en el caso de ciegos por cataratas desde el nacimiento, en que una vez que se ha removido quirúrgicamente ese fino velo, el ojo físico está listo para la visión, pero la mente no lo está: sigue en la oscuridad. Esto continúa hasta que la persona asimila la luz e interioriza el acto de ver, de percibir lo que está afuera, pasando por los conceptos generados por la mente. Entonces el mundo aparece como por arte de magia. Inversamente, cuando la luz interior está brillando con intensidad, un ciego como Tiresias puede ver mucho más allá. La comprensión de los fenómenos de la luz pertenece a un desarrollo de la conciencia, a lo largo del tiempo y de la historia. Hay un camino cruzado entre la naturaleza, la luz que la ilumina y las palabras que lo expresan. Desde la antigüedad, ver significa dar un sentido. Y eso incluye saber cómo funciona la luz, cómo se percibe y cómo llega a proyectarse hasta que choca con la materia. Al final, la vista es siempre una cuestión de perspectiva.
De alguna manera, todo forma parte de un engranaje, de un camino compartido, pues un humano, donde quiera que se sitúe, ve también a través de los ojos de los demás, incluso en los lugares más lejanos. Así sucede con la palabra “luz”. Se hacen patentes las rutas comunes, en donde la palabra en distintas lenguas muestra el mapa de esos vínculos, préstamos, y de una escritura que delata la raíz común. Según los diccionarios, su origen viene del protoitálico louk-, y este del protoindoeuropeo leuk- que significa “brillar”. La forma arcaica en latín es leuks, la cual evolucionó fonéticamente a louks hasta llegar a lux, que en hitita era lukk- “esclarecer, amanecer”, en sánscrito रोचते (rócate) “brillar” y en griego antiguo λευκός (leukós) “claro, luz”. En esa claridad, en ese amanecer sugerido por las lenguas antiguas se da el momento fulgurante, el instante creativo que da un sentido a la palabra hasta hoy. No hay nada que suceda en un sitio que no se refleje en otro.
¿Y qué pasa cuando tenemos un instante de silencio en donde brilla la luz de la inspiración mientras vemos esos rayos a través de los árboles? Algo que se captura es la experiencia de la luz y de las sombras, que son también fenómenos de la luz. La luz es algo que nos rodea y nos atraviesa, a través de nuestra propia energía. De alguna manera, somos diferentes formas de luz. Esta emanación visible es sólo una parte de lo que pueden ver nuestros ojos en el amplio rango de radiación electromagnética. Muchas veces las palabras nacen al distinguir las limitaciones de la experiencia, de tratar de entender lo que vemos y lo que no logramos ver. Parecería como si el mundo tuviera un oído para los mismos fenómenos y un ojo para integrar la complejidad en la experiencia. La luz tiene muchos niveles. Hay un eco que genera expresiones que van enriqueciendo las maneras de ver todo nuestro entorno a lo largo de la Tierra.
Cuando una palabra ilumina todo el orbe, se ven las relaciones que se han creado porque ésta ha sido pronunciada, y ahí se ha generado una comprensión más profunda sobre un deseo, una inquietud, una visión. Las palabras nos muestran que somos capaces de entendernos en donde quiera que estemos, que nada está aislado y que nadie es realmente extranjero. No hay separación ni necesidad de conflicto, pues no hay ningún lenguaje, ni cultura, que no esté relacionada con otra, ya sea en su raíz, o bien en sus ramas. Al final no nos queda sino entender que todos, absolutamente todos, somos esa chispa de ignición que puede cambiar la realidad a través de la fuerza de la palabra.
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