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La vida de la muerte

  • Foto del escritor: Gabriela Vallejo
    Gabriela Vallejo
  • 1 nov 2020
  • 3 Min. de lectura

José Guadalupe Posada, 1913.


Como la gran socia de la vida, la muerte siempre está viva y goza de buena salud. De hecho, es ella la que disfruta de vida eterna y la que acompaña a todo ser en su paso por este planeta. Es tanto la guardiana del tiempo como la patrocinadora de la conciencia, al mostrarnos la vida en todas sus posibilidades. Y de ahí que su poder vaya siempre en aumento, pues entre el nacimiento y la muerte reina la incertidumbre. Todos, en algún momento de nuestro transcurrir, tenemos que acogerla, aun a regañadientes, pues no deja nunca de estar visible. La muerte no solo acompaña ese devenir, muchas veces nos muestra su sombra, mete un pie o un dedo para recordarnos su presencia. No es fácil ignorarla: a veces es anónima, a veces anodina, a veces trágica. Y adquiere la piel de aquello que la provoca: pestes, guerras, hambre y todas las enfermedades imaginables. Al final del día acaba siendo un hecho histórico: deja su sello en cada época por la que atraviesa, plantando por un lado el germen del miedo y por otro su fuga: la creatividad, los testimonios, imágenes y relatos en donde todos viven con el sabor de la muerte en la boca.


Al ver su cuerpo esbelto, nadie pensaría que tendría tanta fuerza. Pero son esos huesos lo que le permite movilidad y apoyo, y es lo que permanece cuando todo lo demás parte. Así que lo que queda es la muerte y sus astucias. Entre ellas su carácter tajantemente igualitario. Y para mostrar su imperio, nada mejor que la danza a la que están todos invitados, tocados por el frenesí de la tarantela. Ahí, en el centro de la paradoja, este baile es uno de los momentos más gloriosos de la vida, donde suben al escenario y se muestran todos sus gremios y todos los poderes, donde se quitan coronas y se dejan caer los báculos y carteras de inversión para volver al principio, a la tierra de que nos ha nutrido. Y así se cierra el círculo.


Su representación solía asustar pues no solo cortaba el hilo de la vida, sino nos enfrentaba de tajo al juicio, a la salvación o la condena del espíritu, todo dependía de a quién habíamos escuchado más: a los ángeles que hablaban en una oreja o a los diablos en la otra. Ese mundo en estereofónico debió generar en muchas generaciones un trastorno bipolar. El alma se pierde o se salva al lanzar una moneda. Sin embargo, en el mundo han quedado los grabados del ars moriendi, que es su propio lenguaje. La belleza de la danza macabra de Guy Marchant, tienen su relevo en los de Hans Holbein, y Alfred Rethel, acompañadas por los versos de Lope de Vega y la música de Camille Saint-Saëns.


Sin embargo, nadie aguanta tanta solemnidad y grandeza todo el tiempo, ni siquiera la muerte. También ella tiene que reírse. Ya son demasiado años jugando a la siniestra. Así que una revolución tuvo que cambiar esto, por lo menos para una parte del mundo. José Guadalupe Posada, grabador y caricaturista, logró imprimir, a partir de la Revolución mexicana, un carácter a esa muerte que estaba mostrándose por todos lados, donde las luchas dejaban tantas bajas en ambos lados. Así, para recorrer esos campos devastados, don Quijote salió al galope, con su lanza en ristre, haciendo a todos huir a su paso. La Catrina, la famosa mujer rica que se muestra sus mejores huesos y mejores galas, entró en conversación no solo con revolucionarios bigotones, sino con señoritas más distinguidas. Como buena mediadora, esta vez llevó a Venus a asumir su naturaleza humana, e incluso Céfiro y Flora, encarnados a través del ojo del pintor, también han debido pasar por el tránsito de la muerte; o incluso la Primavera, que habla de vida y flores. Todo tiene un tiempo, y la muerte es la gran transformación, el regalo que da la vida hacia otros mundos todavía no imaginados.

 
 
 

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