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La victoria de la sombra

  • Foto del escritor: Gabriela Vallejo
    Gabriela Vallejo
  • 5 ago 2023
  • 9 Min. de lectura

Naturaleza muerta con brida, Johannes van der Beeck, en Rijksmuseum, Amsterdam.



¿Qué es la sombra? Sin duda, es una de las cosas más difíciles de definir. Está por todos lados y nos sale al paso sin que nos demos cuenta. Es una figura silenciosa, y muy pocas veces la vemos, pero es el testigo de nuestro paso, de nuestros movimientos, y a veces, según la luz, es incluso más grande que nosotros. Dada la fuerza de su presencia, no es tan sólo un efecto lumínico, sino una medida de las cosas que se proyecta incluso desde dentro del ser. Es a veces la oscuridad que nos habita, pero que se asoma siempre hacia la luz.


Para poder entenderla, hay que empezar por mirarla como una imagen, y donde la descubrimos con mayor facilidad es en la mirada de los demás. Una de mis lecturas más significativas de adolescencia fue la obra de E.H. Gombrich, y su historia del arte, que fue una puerta y un paseo por las obras que el hombre ha hecho a través de los siglos. Para este autor austro-inglés, la mirada está condicionada por cada cultura, y dependiendo de ésta, hay cosas que aparecen o desaparecen a la mirada. Lo mismo sucede con la sombra. El arte es un medio de expresión que nos permite ver su reflejo. Es por ello que la sombra es ante todo un espacio donde tomamos conciencia de la representación de lo que pueden ser los objetos, de su peso, de su proximidad de unos con otros y de cómo éstos pueden ser percibidos por el espectador. Por eso es también un espacio de diálogo con el artista, que es ante todo un espectador y un testigo de las complejidades de la naturaleza.


Así que, para mí, en este juego de luces, el cuadro es la sombra del artista, cuyas fuerzas vienen de un lugar recóndito del que él no es del todo consciente. Viene de la profundidad del espíritu que también está sujeta a la luz y a la sombra. El artista imagina lo que los otros son en su complejidad, y trata de dar una imagen que refleje aquello que está viendo en su interior. Y muchas veces, hay partes de él que se escapan al cuadro, que forman la obra desde las cosas que él no sabe de sí mismo, pues está en ese espacio oscuro, lleno de puertas misteriosas que se abren a otros caminos,


Siguiendo esa mirada desde fuera, el mundo siempre es una interpretación; es una elección del espectador para fijar la mirada en algo que le llama la atención, y sólo después de un tiempo se vuelve trascendente. Y entonces, eso que ve se expande, como si de repente el ojo fuera una lupa que puede escrutar hasta los mínimos detalles de algo que para muchos puede pasar desapercibido. La realidad siempre es un punto de fuga. Va desde nuestra mirada hasta el infinito, dos líneas cuyo punto de unión es nuestra propia perspectiva. La luz permite ver ese punto de encuentro, y percibir el tenue espacio de sombra que se extiende como una presencia silenciosa. Y para entenderla, para saber que ésta esconde tanto como muestra, vale la pena ir hacia el claroscuro del Barroco que pone el foco sobre una época de descubrimientos y ciencia, de movimiento y guerra, sobre el comercio surcaba los mares más lejanos.


En ese siglo XVII dividido entre católicos y protestantes, las ricas ciudades holandesas buscaban todo tipo de objetos suntuarios, capturándolos a través del arte que representaba el florecimiento de los Países Bajos, y mostraba el poder que las élites estaban logrando con sus empresas comerciales. Dentro de la sobriedad protestante y el colorido católico de los vestidos y sus sedas, vinculado a los excesos, el arte era un espejo de lo que se vivía y se quería representar. Ahí, en medio de esa contienda floreció un arte singular, que mostraba todas esas tonalidades: las naturalezas muertas, llenas de vida y colorido, pero siempre con un trasfondo de vánitas, del sino de lo perecedero que acaban llevándose el placer, la fragancia de las flores, todo el boato del poder y las ilusiones del mundo; eran casi un reloj que marcaba el paso del tiempo hacia la caducidad de las cosas. En inglés se las llama still life, una suerte de punto de quietud, en donde todo se para, y se entra una frontera en donde la vida pende de un hilo, sin saber si todavía está en el instante vital o si ya ha empezado a fenecer en la sombra.


En este género, vale la pena detenernos frente a una pintura en particular. Se trata de una obra excepcional no sólo por su calidad, sino porque es única: no existe ningún otra de su autor ya que fueron todas destruidas. El autor, como raíz y reflejo de su pintura, fue torturado y condenado por sus excesos, por libertino y blasfemo contra Dios. Johannes van der Beeck, conocido como Torrentius, era (a principios del siglo XVII) justo lo que su nombre designaba: un torrente sin freno de creatividad, con propensión hacia los placeres y el lujo, que parecía buscar que la realidad fuese más allá de lo definido y lo permitido por las fronteras políticas y religiosas de su tiempo. Aun así, se fraguó un renombre como uno de los mejores pintores holandeses de naturalezas muertas del Siglo de Oro, aunque también circulaban en la sombra sus grabados con escenas con el erotismo más explícito y fogoso, que se vendían con gran éxito dentro de cierta discreción.


Su esfera de admiración y de influencia parecía hacerse más grande, pero algunos acontecimientos conspiraron para fraguar su caída. En los proyectos de expansión comercial de la Compañía de las Indias Orientales, su nombre fue asociado al del boticario Jeronimus Cornelius y al del barco Batavia (1629) que llegaría hasta las costas de Australia, en un recorrido para buscar especias. El viaje empezó con un naufragio y un motín que terminó en ahogamientos y gente degollada bajo la tiranía del boticario, al que se le consideró la mente responsable detrás de los 126 asesinatos, entre ellos muchos mutilados y niños degollados. Bajo esa sombra de relaciones, se llegó a la conclusión de que Torrentius, un amigo de Cornelius y ambos vecinos de Haarlem, fue la fuente de ideas que contagiaron al boticario de presuntas ideas satánicas y herejía. Entre ellas, algunas ideas rosacruces que se movían por esas calles bulliciosas, por los mismos círculos de Harleem. Amberes y Amsterdam de los retratistas Anton van Dyck y Frans Hals.


La densidad de artistas excelentes era enorme, bajo la influencia casi astral de Rubens y Rembrandt, y los burgueses y nobles buscaban los mejores pinceles para decorar sus casas y retratar a sus familias. En ese entramado de luces, el propio Torrentius ya se había ganado una fama y una clientela, y también se había echado encima una fina malla de acusaciones, desde las más sutiles, por pago fallido de deudas, hasta las más graves, por la fascinación que tenía por una sexualidad más desenfrenada y por sus dudas religiosas. Holanda estaba llena de caminos, pero el poder de la autoridad vestida de negro quería mostrar hasta dónde podía llegar una mano firme. Condenado a 20 años de prisión, sus cuadros fueron quemados en la plaza pública, buscando materializar una damnatio memoriae, un castigo ejemplar en donde no solo la obra, sino que su autor desaparecía también en el fragor de las llamas. Un auto de fe en toda regla. Sin embargo, a veces el fuego es una señal que atrae a otros hacia la luz: a pesar de su condena, Johannes van der Beeck fue llamado por el rey Carlos I alrededor de 1630, para que fuera uno de los pintores de su corte, aunque él mismo viviría tiempos oscuros y terminaría perdiendo la cabeza.


De toda la trayectoria de Torrentius no queda sino una sola de sus obras: “Naturaleza muerta con brida”, un testigo de su refinado talento. Todo lo demás se ha esfumado en el aire. ¿Qué pasa con un artista cuando todo su trabajo vital desaparece? Se trata sin duda de la victoria de la sombra. Primero que nada, de esa negrura al fondo que nos atrapa, como le sucedió al escritor polaco Zbigniew Herbert que descubrió esta obra en un viaje por Holanda, y lo sumió en la admiración. Es la sombra la que nos sirve de señuelo. En esa esa oscuridad, que apenas si insinúa la brida, se esconde todo: la mirada del autor, del espectador y de los censores, seducidos por la luz tenue que apenas toca los objetos, esa luz que descubre su naturaleza, el metal, el barro, el papel, el cristal, y las esencias que circulan y se queman en ellos. Los líquidos están contenidos por las formas y no se mezclan, en un ejercicio de equilibrio y templanza que para nada sugiere el exceso. Sin embargo, las naturalezas muertas hablan de esa duplicidad: de la abundancia, de la vida y sus placeres, y de lo perecedero, de la muerte que se lleva todo de nuevo a la negrura que está detrás.


Si consideramos que esto es lo que ha quedado de su obra, podríamos imaginar que todo lo otro que ha desaparecido está presente por omisión, si pensamos en lo que sí estaba: en la carnalidad de Rubens, en esas virtudes desnudas y sugerentes, tan cercanas al goce del cuerpo como del espíritu. La vida de Torrentius debió haberse reflejado en sus pinturas, por lo tanto, esta naturaleza muerta parecería ser, a ojo de sus censores, no sólo una conclusión moral de lo que debería haber sido su vida, sino una suerte de epitafio: debajo de las jarras y la copa pende la blancura de un papel que reza lo siguiente: E.R Wat buten maat bestaat/ int onmaats qaat verghaat. Según la traducción de Herbert: “Lo que existe fuera de la medida (el orden)/ encuentra su triste final en el exceso (el desorden)”. Pero, si observamos bien, la pintura misma sería el producto del exceso: de cuidado, de observación, de talento artístico, de precisión, de experiencia y experimentación para desarrollar pigmentos que hasta ahora no se conocen del todo. Y eso no se logra sin visitar las partes oscuras del ser. Se requiere de pasión y perfeccionismo, y de una obsesión por saber, por entender cuál es la naturaleza de las cosas; la naturaleza de la vida, del sexo, del gozo tan efímero y de lo material que parecía desvanecerse sometido todo por el tiempo. Ese torbellino interior persiste en el artista como un instinto, como pregunta, como búsqueda de una satisfacción o de una razón superior que acaba derivando en una espiritualidad que le habla en otras lenguas y con otros medios.


Sin embargo, todo en la imagen habla de mesura, agua y vino, las pipas que incitan a la reflexión, descansando sobre unas notas de música, y en el trasfondo, una brida de caballo, que pende sobre las cosas que se muestran a toda luz. Se nota, a través de esta obra, de que no se quiere que su autor sea olvidado, sino que se recuerde como un ejemplo, como en los exempla moralizantes, de que donde hay demasiado fuego, acaba desatándose un incendio. ¿Qué es lo que esconde, entonces, la sombra? Sin duda el poder. El poder siempre se encuentra en la sombra. Es su elemento. Esa es quizá su característica más importante: que no se le ve del todo, que se le presiente, y que cuando entra al espacio de luz es para hacer obvio el control, para asestar un tajo lo más contundentemente posible y mostrar la fuerza de la autoridad. El poder mismo, al mostrarse, es partícipe del exceso, de arrebatos, de cólera y allí es presa de sus propias debilidades, de sus miedos y de su fragilidad humana. Así que, a pesar de la gravedad del cuadro, todo habla en ella de la presencia del fuego.


Tal vez cuando hay una sombra tan persistente, es que la luz del autor también es fulgurante, como su intelecto, su trabajo y la fineza de su arte. Sin duda, el artista representa la búsqueda de la expresión desde un mayor espacio de libertad, ganado sobre sí mismo primero, y luego sobre su entorno. Cuando hay heridas, dolor, sufrimientos antiguos y frustraciones constantes, el arte libera de las cárceles secretas, y entonces trata de plasmar en éste, en la pintura todo lo que a veces se escapa a los formatos de la mente lógica, de la que son presa también los censores. Para Torrentius, tal vez las escenas de vida pintadas, los grabados eróticos y pornográficos por los que fue famoso, y sus naturalezas muertas, eran las dos caras de la misma moneda: trazos que le recordaban lo vivido, que le permitían ver fuera de él aquello que pugnaba por salir de su interior y liberarlo de las cicatrices de su sufrimiento. La liberación de una continua insatisfacción cuando se busca lo perfecto, el momento perfecto, la perfecta representación, el placer perfecto que dure para siempre. Y lo ha logrado en una obra única y total. Al final, para él, como para todos los hombres, como lo fue para sus propios jueces, la vida se escapa de las manos, y muy poco queda del lujo y del poder. En realidad, lo único que tiene sentido es la búsqueda, las experiencias que se traducirán en arte, sin saber del todo de dónde vienen y a dónde van esos impulsos, esa representación que terminará a la vista de los espectadores, y que los penetrará a través de su percepción hasta lugares recónditos. Al final, todo parte y todo termina en la sombra.

 
 
 

3 comentarios


victor.palencia
15 ago 2023

La sombra se define como la carencia de la luz. La luz, por su parte, hace visible las formas y permite anticipar algunas intensiones. Sin embargo, la sombra oculta todo y da rienda suelta a la imaginación... todos es factible. Gran artículo que destaca el poderoso elemento de los que no vemos y que, en algunas circunstancias, no nos atrevemos a imaginar.

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Paco Mendoza
Paco Mendoza
05 ago 2023

El tema me recuerda un viejo chiste: ¿Qué es lo primero que hace un perro al salir al sol? Respuesta: sombra. Tú tratas el asunto con muchísima erudición y le sacas cantidad de jugo (a pesar de la inmisericorde canícula). Y de paso nos descubres a un curioso pintor para mí completamente desconocido.

Besos

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gvallejocervantes
gvallejocervantes
05 ago 2023
Contestando a

Me alegra descubrirte a Torrentius. Yo lo descubrí en un documental sobre el barco Batavia, que es una historia tremenda. Y como en toda canícula, siempre necesitamos las sombras, aunque sean caninas. Besos

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