La pluma o el misterio de remontar el vuelo
- Gabriela Vallejo
- 21 nov 2021
- 8 Min. de lectura

Fotografía de Terri Anne Allen
Las plumas siempre me han producido una fascinación, tal vez porque están en todos lados, en los árboles, atravesando el viento, en el suelo, en tocados, sombreros e imágenes religiosas y en nuestra imaginación. No es solo el hecho de que haya cerca de 50,000 millones de aves en el mundo, sino que toda esa diversidad, toda esa fuerza y magnificencia parece concentrarse en una sola pluma, como si en ella cupiera toda nuestra historia, todo un pasado desconocido y un futuro hecho de anhelos que todavía no hemos logrado dilucidar.
La pluma es un regalo de Dios y de todas las deidades, pues es un elemento que define algunas de sus potencias sobrenaturales. ¿Acaso en nuestra cultura no sentimos el aleteo de esa paloma misteriosa, de ese espíritu santo, que aparece donde menos se le espera? A pesar de que es un elemento que proviene de la naturaleza, también ha representado lo que el hombre hace de ella, de cómo la ve y cómo logra proyectarla, hasta que esos plumajes divinos logran cobijar individuos y civilizaciones, volviéndose la metáfora de la ciudad y de sus imperios. Ashur, el dios mesopotámico, era la forma deificada de la ciudad de Assur, que hace casi 5,000 años era la capital del imperio Asirio. Como un dios de conquista, cuando Asiria conquistó Babilonia, Ashur representaba en su escritura cuneiforme a todo el cielo, como un Sol alado, como el disco sagrado que presidía sobre el árbol de la vida.
No demasiado lejos de ahí, hacia el este, Vohu Manah cruzaba el firmamento hace casi cuatro mil años, otra divinidad alada, pero esta vez, con una naturaleza angélica, que se decantaba, no por la guerra, sino por el vuelo del espíritu. Entre el lenguaje avéstico y el sánscrito, su nombre significa el buen pensamiento, es decir, un estado de conciencia más elevado que dentro del zoroastrismo era un principio de purificación y de intermediación: todo el que quería conocer al creador persa, Ahura Mazda, debía hacerlo a través de Vohu Manah. De la misma manera, con la misma fuerza de mediación alada, Yibril, o ángel Gabriel, le llevó a Mahoma la revelación de Dios. Al final, las alas mostraban en la iconografía las proyecciones humanas en su deseo de ir hacia la divinidad, o bien de la divinidad que viene hacia el hombre a través de un mensajero (del griego άγγελος (ángelos) que va a transformarlo sin posibilidad de vuelta atrás.
Y si vamos aún más al sur, las diosas femeninas en la cultura egipcia también estaban tocadas por la ligereza y el peso de la pluma: en el tocado de Ma’at ésta era el contrapeso para permitir la entrada, o formalizar la exclusión, del difunto que quiere atravesar las puertas hacia el Duat, el cielo dentro del inframundo, una vez pasadas todas las pruebas. La justicia, el equilibrio y balance que ofrecía Ma’at se daba a través de una pluma en una suerte de balanza. En el juego de dualidades para mantener la armonía cósmica, la pluma de avestruz en su tocado simbolizaba la ligereza tanto como la igualdad: en la vida ritual de los egipcios, a pesar de que eran elementos de lujo, las plumas eran habituales en las ceremonias de purificación y tránsito, y ésta también era llevada por el dios Shu, hermano de Ma’at, identificado con el aire y la luz, (como indicaba su nombre) y con el vacío, y era la fuerza esencial que mantenía al cielo sobre la tierra.
En esos aires de inspiración, ¿hasta qué punto la pluma podría ser la creadora de los dioses del mundo? A mí me parece que podría ser justo así: percibimos el más allá a partir de lo que vemos, y son los pájaros los que nos sugieren precisamente el vuelo hacia dimensiones que no podemos conocer desde nuestra naturaleza humana. El hecho mismo de que ellos puedan volar, le ha confirmado al hombre la capacidad de los seres vivos de atravesar el espacio, de pasar de un plano terrestre denso a uno celestial mucho más diáfano y más alto. Esto se acentúa incluso si volamos cada vez más alto, mucho más allá de un espacio que no nos cansamos de explorar. Curiosamente son las aves, y no los insectos que nos circundan, las que llevan nuestra imaginación a hacer ese viaje, tal vez porque somos más parecidos a ellas, con dos patas y unas alas metafóricas, y unos sentidos que favorecen la adaptación al mundo. Y porque mientras sus patas se agarran a las ramas y se hunden en la tierra, sus alas están tejidas a la levedad del aire. Es decir, que la clave está en la pluma, como posibilidad y como vestigio: mientras que el cuerpo del ave muere, queda la pluma, que permanece guardando su utilidad y su belleza durante siglos.
Es tal vez gracias a su materialidad y longevidad que éstas siempre han tenido dos dimensiones: la física, con su raquis central, con sus barbas sedosas abajo y el estandarte de plumas que se despliega a todo lo largo, dándonos la posibilidad de crear ornamentos e imágenes, dotados a veces de una segunda dimensión simbólica, como parte de ritos y ceremoniales. Los pájaros han dejado su huella en todos sus lugares de origen y de destino. La primera representación que se conoce de un ave es en la cueva de Chauvet-Pont-d’Arc, en la región de Ardèche en Francia, donde un búho silencioso muestra la densidad de su plumaje. Se ha conjeturado si los habitantes de la esa región en el Paleolítico superior (hace un poco más de 12,000 años) usaron pinceles de plumas, además de otros fabricados con pelos de animales, para plasmar en sus pinturas los leones, caballos y rinocerontes de su entorno. Y tal vez más que eso, pues, poseídos por la fuerza de la cueva, de esa interiorización del espacio, se sentían impelidos a capturar la naturaleza profunda de esos animales. Las manos, manojos de hierba y todo aquello que proveía la naturaleza era un medio para representar la fuerza de cada especie, para lo cual usaban incluso las concavidades y rugosidades de la cueva. El búho, sin color, es de una simplicidad que raya en lo contundente, como una presencia muda pero cercana dentro de la cueva. Como un animal tutelar.
Y es que tal vez tenemos más en común con los pájaros de lo que pensamos. Los pájaros no solo nos hablan de una casi infinita variedad, sino de evolución. Las plumas, que son la extensión de nuestras manos, también son uno de los elementos más versátiles: pueden ser suaves o duras, planas o vaporosas, de los más variados colores, de menos de un centímetro de largo o bien tan largas como la cola del Onagadori, el gallo japonés cuya cola mide varios metros. Su evolución tuvo lugar en el periodo mesozoico, con el origen de los pájaros. Pero es mucho más que eso. Esta era geológica también es conocida como la era de los dinosaurios, y uno de ellos captó la atención del mundo científico hace 160 años, al surgir su fósil majestuoso de una cantera en Baviera. El Archaeopteryx, el dinosaurio con hermosas alas emplumadas (que tenía una altura de 50 centímetros), vivió hace 147 millones de años. Al surgir de la oscuridad, cambio la perspectiva que se tenía entonces, entre una verdadera polémica, sobre la evolución de las especies. Este fósil parecía ser el eslabón entre un dinosaurio y un pájaro. Ante el desasosiego del paleontólgo Richard Owen, quien había acuñado la palabra “dinosaurio” y estaba a la cabeza del departamento de Historia Natural del Museo Británico a cargo de la investigación, el biólogo Thomas Huxley fue el primero en hablar del vínculo evolutivo entre reptiles y aves.
Éste es un hecho más trascendente del que podemos pensar, porque atestigua una verdadera evolución entre especies distintas, y ése es el concepto que nos liga verdaderamente tanto a los dinosaurios como a los pájaros. Hay quizá algo en nuestra naturaleza como depredador que favorece también la transformación: hay que adaptarse a los cambios de ambiente más extremos, a problemas de abastecimiento, de nutrición, de pruebas de resiliencia (como los dinosaurios que siguieron rutas que atravesaron todos los continentes desde Alaska hasta Zimbabwe), de resistencia a enfermedades y epidemias, todo lo que ha contribuido a cambios importantes en la plasticidad cerebral y a saltos evolutivos. Y sobre todo, el ser humano no puede evitar pensar en volar, de una manera u otra. Desde el espacio que nos circunda hasta las esferas más altas del espíritu son parte de su geografía interior y exterior. Después de todo, entre la ciencia y la mitología hay un paso, es un espejo humeante de dos realidades, en dos dimensiones diferentes. Para Rumi, el espíritu humano es un halcón blanco en su camino espiritual hacia Dios.
Lo que nos lleva de nuevo a ver a toda nuestra historia dentro de una pluma. El mito no es solamente una creencia, sino una relación potente con nuestra fuente, con nuestra propia estructura que nos pone en relación con lo que es y con lo que ha sido el camino evolutivo de los seres vivos. Es una suerte de metáfora de lo que resulta significativo para nosotros en cada periodo de nuestra historia. Es así que Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, no solo es la principal divinidad del panteón mexica, sino que representa el trayecto de la tierra hacia la luz, trayecto que trae como consecuencia la cultura y el conocimiento. Entre una constante dualidad, Quetzalcóatl también se ve en el espejo de Tezcatlipoca, el espejo negro humeante, del dios de la noche y de todo lo material, en donde la luz tiene su réplica en la oscuridad, donde la creación, desde la tierra y la fertilidad de ésta, tiene su fin en la destrucción, para poder empezar otra vez el ciclo. La serpiente, con las plumas de quetzal, implica un continuo movimiento, de la tierra al cielo, y luego se precipita en agua, como un soporte de continua expansión, de crecimiento, hacia las esferas más altas del conocimiento, que es lo que va proveyendo el seguir a esta serpiente singular, como en una escalera ascendente.
Es así como una pluma logra ser todo: es el pájaro que la crea, pero también es un elemento aparte que tiene su propia magia y su propia función sagrada, es como si ella contuviera al pájaro y al reptil, a su fuerza y potencial, que luego se multiplicará en la propia fuerza y potencial de quien la porta. De alguna manera, el pájaro es poseído por la pluma por lo que puede hacer con ella; es ésta la que lo levanta del suelo, la que lo que lo libera de su naturaleza más animal hacia una expansión insospechada: el vuelo cambia su función y su perspectiva más allá de su función biológica. Cada ave es una visión del mundo: gorrión, águila, quetzal, halcón, garza… nada es lo mismo. Cada uno tiene una trayectoria en la que lleva cada clima, cada tiempo, cada necesidad que crea una nueva posibilidad.
En la distancia, la pluma sería el eslabón perdido entre todos los seres vivos, dado que lleva intrínsecamente la posibilidad de la naturaleza de transformarse sin límites, para adaptarse a los nuevos ambientes, como en el caso de los dinosaurios, incluso (o gracias a) la mayor escasez de alimentos y a cambios ambientales radicales. A mí me parece que, dado que ofrece una diversidad sin límite como elemento de inspiración y búsqueda, es la puerta a nuevos mundos y a otros vuelos que apenas estamos empezando a imaginar.
Original, profundo y erudito, como siempre. Eres una auténtica mujer de pluma, como yo soy un hombre de pluma, en el buen sentido de la expresión.
Besos