La mujer como sombra, o los reflejos de la moda
- Gabriela Vallejo
- 12 mar 2022
- 5 Min. de lectura

Tepoz fashion. Fotografía de Luis de Garay
Una mujer es a la vez varias: comienza por sus raíces en un desarrollo continuo, a veces accidentado y por lo general triunfante cuando va conociendo todas las personalidades que habitan en ella. Es a la vez imaginación, normas, búsqueda, encuentros, desencuentros, oquedad y vértigo, y una tela que no cesa de pintarse. Y es el producto de un diálogo constante de lo que ve en los ojos de los otros…de los muchos ojos que le ofrecen una imagen siempre distinta, a veces distante, y muchas veces imposible, por lo que se crea un bucle, un laberinto. Ese interlocutor es el espejo: la imagen, el comentario y por todos lados, la presencia de la moda que no deja de inventar quién ella es.
La moda es una delicada creación que se fabrica en el aire. Esas formas están ahí solo por un momento y desaparecen, o bien permanecen en el arte a través del juego de sombras que es capaz de ver el fotógrafo, de ese artista que retrata lo que se ve y también lo que está detrás. Es una construcción efímera, donde se define la belleza no solo en función de un momento, sino en función de las dualidades, de esos blancos y negros que también conforman el color, y de un fondo que nunca es el mismo. La realidad siempre está en proceso de construcción, y la fotografía tiene ese poder, el de saber distinguir la potencia de las sombras. En un principio la cámara oscura (conocida ya por los chinos, los musulmanes y los griegos hace más de dos mil años) permitía que se filtrase un haz de luz por un agujero que se proyectaba en una pared, reflejando los objetos del exterior. Luego se transformó en un teatro de sombras que permitía delinear los perfiles. Finalmente, el pintor Louis Daguerre consiguió fijar esa imagen reflejada a través de las sales de plata, inventando un arte totalmente nuevo: una superficie de cobre recubierta de plata pulida se volvía fotosensible gracias a vapores de yodo, bromo y cloro. El haz de luz fijaba la imagen, que luego salía gracias al mercurio. A partir de esa técnica hemos logrado que se pare el tiempo.
A pesar de que la fotografía en color aparece a principios del siglo XX (gracias a los hermanos Lumière y sus rejillas de puntos con los colores básicos), el blanco y el negro, y sobre todo la plata siempre han explorado sus propias tonalidades. Su pátina es inconfundible, y permanece sobre todo porque es capaz de captar algo en constante mutación, como un cuadro de humo (y del color del humo) que desaparece para dar lugar a algo más. El ojo del artista elige a la persona, a la modelo que necesita para crear otra, a través de la ropa, el color y el cuerpo que se funde en el instante sin movimiento.
Esta fotografía de la mujer ausente imanta la mirada. Primero vemos a la modelo y luego lo que está detrás, apenas sugerido. Es el marco en donde va a crearse la magia. Y el lugar es perfecto para ello: Tepoztlán, el pueblo que vive bajo la sombra del Tepozteco, una montaña que ha sido labrada por el viento, que corre entre sus perfiles escarpados, llevando sonidos de viejos tambores, de esos teponaztles que resuenan todavía en la pirámide que vela desde la cumbre. El aire de Tepoztlán es siempre más denso, cargado de muchas fuerzas, por lo general invisibles, pero que pueden sentirse cuando alguien se detiene para cargar los pulmones y dejarse tocar por ese guardián que ocupa todo el horizonte.
El uso de los grises, con tintes plateados, elegidos por el fotógrafo son como el aire que se respira en ese lugar y que potencia los volúmenes. Es el deseo de los contrastes, la suavidad de la tela, la mujer que sabe que está prestando su cuerpo para un objetivo, para mostrar algo que está detrás de ella. No se trata, pues, de una presencia sino de una ausencia, de alguien que no está, pues no se pretende que la persona salga, su personalidad, su vida, sino que sea solo una imagen de algo que nunca ha existido, solo una sombra. Para ello es mejor esa pátina de grises. La moda tampoco es lo presente, pues la ropa no es lo que está puesto en valor, sino la armonía de todo el conjunto, la belleza de un todo, los volúmenes y las formas que están siendo delineados y tocados por el color plata que surge del negro.
Hay, pues, un vacío creativo desde donde tienen que surgir las cosas, hay un centro oscuro desde donde todo se proyecta: la naturaleza, el árbol, las sombras de la ropa que esconden a la modelo cuya mirada está lejana, distraída. Detrás se presume la presencia de la montaña sagrada, de un mundo que apenas se está insinuado. Lo que nos toca es el contraste de la rugosidad del árbol con la suavidad y ligereza de la ropa y el peso de la piedra. Y también, gracias a esa suerte de ausencia de la modelo, se puede sentir la presencia de la naturaleza, y la presencia del aire, como si fuera un éter en el que está sumergida la materia. Un aire que hace sentir las distancias, que crea un marco al espacio. Y lo que también está, es aquello a lo que ella mira, ese cielo, o esas ramas que la elevan hacia arriba. Ella no es solo el reflejo de ella misma, sino que es el reflejo del fotógrafo que la imaginado así, casi como un hada, que la ha visto así antes de que ella supiera que podía serlo. Las luces la tocan como destellos, como si la ropa fuera un hábito mágico que la cubre, como si esa luz viniera también desde dentro de ella.
La mujer se refleja en su sombra. Tal vez los artistas siempre lo han explorado, porque en ella habita la dualidad: es la feminidad la que ve el artista en sí mismo, mientras que ella se ve en él, en una masculinidad que también la habita. En ambos, sin importar el sexo, está la presencia del otro. En la obra se ve que no hay diferencia entre la creación y el artista, pues son las dos partes de la misma moneda. Esa dualidad es de hecho el contraste de las fuerzas que los conforman a ambos. Una mujer no es la mitad de un todo, sino que es el todo, igual que ese hombre que la mira y forma parte de ella, mientras que ella se funde en él. El arte continuamente nos devela que somos siempre esa dualidad, la sensibilidad y la fuerza. Y, sin embargo, en nuestro interior somos más de uno. Yo misma estoy poblada de otros hombres y otras mujeres que han dejado algo en mí, de personas que han cambiado mi percepción, y de artistas que me han transformado cuando he entrado en sus obras. De alguna manera, al mirar la fotografía, yo también estoy formando parte del mismo espacio. También estoy rodeada de montañas. Creo que una de las características del arte es la de poder penetrar esa otra dimensión, de ser a la vez la modelo y el que la mira, de poder transformarse en otra persona, masculino o femenino, de ser la naturaleza y de sentir otras realidades e, inevitablemente, de adentrarnos en la riqueza de la sombra.
Maravilloso tu punto de vista, no lo había percibido así. Gracias por tu aporte, con tal sensibilidad y belleza. 😍