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La mirada compartida

  • Foto del escritor: Gabriela Vallejo
    Gabriela Vallejo
  • 2 sept 2023
  • 7 Min. de lectura

Lectores inesperados. Fotografía de Steve McCurry.


Hay presencias en nuestra vida que son tan fuertes que han dejado surcos en nuestra memoria, y han llenado espacios en momentos de vulnerabilidad, o cuando el contacto con los adultos se mostraba cerrado y difícil. Allí se abrieron puertas que mostraban mundos alternativos para quien necesitara atravesar esos umbrales. Me refiero a nuestro primer descubrimiento de la naturaleza, a esos jardines, plantas y animales cuyo contacto creaba un entusiasmo que desbordaba nuestras fronteras.


En esos pliegues de la vida, mi soledad infantil se vio interrumpida cuando encontré un cachorro mestizo -el cruce de una perra collie y de un perro flaco de monte, el Sombrero-, que apareció por la casa de campo de mi abuelo: Cachuchas era un pequeño perro amarillo de ojos húmedos y un cuerpo que arremolineaba de alegría. Muy pronto se volvió el acompañante diurno y nocturno, durmiendo bajo mi cama, obligando a los monstruos a atrincherarse dentro del armario. Éstos no se atrevían a salir de entre las sombras mientras Cachuchas fuera el vigilante del juego y del sueño. Pasando la mano por su pelo suave, y compartiendo sus correrías dentro y fuera de la casa, se abrieron para mí a partir de entonces las puertas de la naturaleza. Y también de la curiosidad por las fuerzas que la constituyen. Con él como acompañante y protector, mi cama se volvía el barco o la nave para atravesar hacia los territorios de “Little Nemo”, ese personaje del cómic de Winsor McCay de 1905, que viajaba al País de los Sueños con la invitación del rey Morfeo. En esos viajes fantásticos, mi perro amarillo sabía cuándo debía ser un guardián y vigilar el armario, o dejarme volar por las aventuras de la noche.



Un perro, o cualquier otro emisario del mundo animal o vegetal, no sólo es una puerta, sino un agente de una divinidad ancestral. Y sin saberlo, estamos ante emociones ambivalentes que nos hablan de benevolencia, fuerza, pero también de un lado salvaje, de fuerzas de destrucción formidables que terminan creando el equilibrio y propician nuevos principios, e incluso nuevas especies. Así que este vínculo nos despierta, nos recuerda esa naturaleza profunda que nos une a todos y a todo. Es un regreso a las raíces, y lo que se expande como una savia verde, como una sangre común, es la conciencia. El concepto de “naturaleza humana” nos liga a todo lo que está alrededor, a comprender lo que sostiene la vida, la fuente de todo cuyo corazón late en todo el planeta a través de una variedad incontable de seres vivos, en una diversidad que se antoja infinita. No hay lugar por donde la mirada divague que no encuentre el pulso batiente de una vida, incluso microscópica. Y de alguna manera, sentimos el impulso de comprender, de atravesar ese umbral, de traspasar las fronteras, dado que esas vidas, a veces escondidas, nos influyen a niveles más profundos de lo que podría aparecer.


La naturaleza entra en nosotros de maneras particulares, individuales, como un destello de luz, como una emoción oculta que florece, como una epifanía. Vemos a través de su reflejo una fuerza que se nos desvela, que intuimos y que despierta nuestra biología, pudiendo ver las similitudes con aquellos que observamos. Plantas, insectos, animales que se arrastran y vuelan, e incluso aquellos que han dejado de existir hace millones de años nos siguen llamando, y de una u otra manera nos entregamos, por momentos, a escuchar esas voces que palpitan también en nuestras células. Aunque somos capaces de funcionar a un nivel de comunicación, no conocemos lo que está del otro lado, sólo vemos sus efectos: cómo las plantas sienten las fuerzas de las emociones, cómo los animales presienten los temblores, o tejen vínculos muy íntimos con los humanos, y saben cuándo se manifiestan enfermedades o cuándo deben dar la alerta cuando hay peligro inminente. O incluso son capaces de ver o de sentir fenómenos de vida y muerte que escapan a nuestra percepción.


Cuando miramos a nuestro derredor, en realidad estamos explorando un lugar de frontera, mi propia sensación de proximidad con otras fuerzas y con otros seres. En realidad, este es un viaje elegido por los ojos de un amigo cercano, por una conexión íntima, vista por las capacidades superiores de seres que nos acompañan en nuestro día a día. Siempre estamos rodeados por naturaleza, pero son esos seres que nos hablan de todo lo que no sabemos, y también de nuestras propias limitaciones.


Estamos, entonces, frente a lo desconocido, a un universo entero que nos observa y nos descodifica como un libro abierto. Y a veces también nosotros hemos podido penetrarlo; algunos han sabido mirar a la naturaleza y percibir su complejo engranaje. Jakob von Uexküll fue un biólogo alemán que trabajó en la fisiología y en el comportamiento animal, dándose cuenta de que los seres vivos perciben su medio ambiente a través de una experiencia espacio-temporal de acuerdo con su propia especie. En las primeras décadas del siglo XX acuñó un concepto llamado Umwelt, que consistía en realidad en la capacidad de un organismo vivo para percibir su entorno a través de sus propios sentidos, y de cómo, a través de ellos, se volvían actores en su propio mundo. Es decir, esa capacidad era algo que se acercaba mucho a una conciencia, que permitía dar un significado a las cosas y a aprender de sus acciones. Sin duda, la suya fue una teoría revolucionaria, pues según sus observaciones los animales son capaces de procesar información. Sus ideas, no del todo de acuerdo con Darwin, fueron muy acogidas por filósofos posteriores como Heidegger y Foucault, que buscaban entender el significado de los fenómenos en el mundo humano y animal.


En realidad, Darwin había puesto a muchos sobre pista de la evolución de las especies, que siguió dando sus frutos hacia otros derroteros. A muchos kilómetros de Europa, en Stamford, Connecticut, un naturalista publicó varios libros sobre sus experiencias en los bosques de Maine y Nueva Escocia. William J. Long, un contemporáneo de Von Uexküll, vertió en sus libros sus ideas sobre la sabiduría de la naturaleza y sobre la empatía que nos permite acercarnos a la psicología animal. En una de sus obras más significativas, How Animals Talk (1919), narra cómo empezó a observar sus capacidades comunicativas, empezando por su perro setter Don, que lo acompañaba en sus excursiones por el bosque. Una tarde, mientras el autor leía y el viejo Don descansaba sobre su flanco junto a un arbusto, un pequeño terrier gordito, Nip, llegó de improviso a despertar a Don. Nip estaba caracoleando de entusiasmo, pero Don no tenía ninguna intención de dejar su confortable sitio, y apenas lo saludó con un movimiento de cola. Pero el terrier no pensaba dejarse descorazonar tan fácil. Así que empezó a empujar a Don para que saliera de su letargo, hasta que el setter se puso a cuatro patas de un salto y Nip acercó su hocico al de Don. Sus narices casi se tocaban. Por unos segundos ninguno de los dos se movió, mirándose fijamente, hasta que la cola de Don comenzó a golpear repetidamente el suelo. Había al fin comprendido el plan de Nip, y era en verdad genial, así que ambos perros, llenos de entusiasmo, salieron disparados hacia el bosque.


A partir de ese y otros episodios, Long desarrolló su teoría sobre la comunicación, que llegaba hasta la telepatía animal, al principio muy contestada, pero que con el tiempo ha sido fuente de inspiración para biólogos contemporáneos. Por supuesto, los animales usan sus sentidos para conocer y crear su medio ambiente, y, como fuerza colectiva, no dejan de evolucionar; pero también, a través de esos sentidos se comunican con los humanos, utilizando para ello la fuerza de la atención. En ello era especialmente experto un cuervo que tenía Long, que se llamaba Pharaoh Necho, que había logrado aprender un pequeño elenco de palabras en inglés, como “Yahoo! Come on!”, que graznaba con entusiasmo cuando se aprestaba a seguir a un grupo de niños con los que había trabado amistad. El cuervo, cada vez que aprendía una palabra nueva, se quedaba un rato repitiéndola en “voz baja”, para sí mismo, como para memorizarla correctamente. El libro de Long, contando todas sus observaciones, anécdotas y reflexiones, fue un bestseller en su tiempo, e incluso se usaba en las escuelas norteamericanas, en una época imbuida por el deseo de comprender el comportamiento animal, incluso entre las controversias sobre el naturalismo.


El elemento central que se ponía de relieve era, pues, la atención, que comienza con el ver y el escuchar, con el oler y sentir, y se va decantando hacia un aguzado prestar atención a la situación que está fuera, reconociendo los estímulos del otro y llegando a un proceso cognitivo como lo hacen los seres humanos. Cada graznido, ladrido o sonido que produce un animal esconde detrás una emoción y una intención. Lo mismo sucede con insectos y plantas, que reaccionan al entorno y cambian, dependiendo de los estímulos, manifestando una respuesta a quien las observa. Long hacía referencia de cómo a través de su experiencia había logrado percibir un sentimiento de comunión con el bosque, con ese silencio lleno de sonidos en donde no existe la soledad, y donde, en los caminos recurrentes y familiares, un árbol había empezado a hablarle, como a un amigo con el que se ha llegado a la confianza, y que mostraba, incluso físicamente, una suerte de cara afable que lo esperaba.


La potencia del relato de William Long invitó a otros a seguir por esta vía de exploración. Este ha sido el caso de Rupert Sheldrake, que se ha dedicado a investigar ciertos patrones de conducta en plantas y animales que se vuelven comportamientos adquiridos para generaciones posteriores. Este bioquímico inglés (por ejemplo, en Rebirth of Nature) ha partido desde la visión de la naturaleza desarrollada por la cultura clásica hasta la cultura moderna para ver cómo esas conexiones percibidas o contestadas podrían explicarse en un mundo donde todo parece estar interrelacionado. Desde la física clásica hasta la cosmología. Y en el proceso científico de “conquistar” la Tierra y de crear un mapa de sus procesos naturales más profundos, se requiere aceptar hasta qué punto no podemos vivir sin esos espacios “salvajes” o desconocidos que también nos están mirando. La salud de la sociedad depende de comprender y respetar esos mundos que nos rodean. Como algunos físicos cuánticos que regresan a Anaximandro, Sheldrake ve el regreso a esas reflexiones clásicas sobre la naturaleza como una autentificación de nuestro contacto milenario, para acercarse desde otro punto de vista a la genética y a procesos que también nos unen.


En realidad, estamos penetrados por la naturaleza sin saberlo. No somos conscientes de hasta qué punto ésta nos observa y sabe que estamos ahí, los árboles, nuestras plantas, incluso las piedras que tocamos y los ambientes de las casas parecen avivarse con la energía de los seres que las habitan. En esos espacios en donde la ciencia empieza a ver conexiones y campos electromagnéticos, yo me veo de nuevo, en un instante, en la cama de Little Nemo, una nave que puede explorar cualquier espacio en el que queramos soñar, dado que en el sueño no hay límites. Mi cachorro guardián sigue dormido bajo la cama, aunque a veces mueve las orejas y entreabre un ojo, porque sabe que algo desconocido y cuya naturaleza es todavía un misterio, está a punto de manifestarse.

 
 
 

2 Comments


alazcuev
Sep 28, 2023

mi Gabi querida :

felicidades por este texto has logrado conjugar la experiencia íntima con la erudición, así que me permitiste aprender y acordarme con nostalgia del granado en el que me refugiaba de niña para soñar con un mundo que me fuera afín

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gvallejocervantes
gvallejocervantes
Sep 30, 2023
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Gracias, Alicia! En realidad esos lugares infantiles son los que luego nos van a dirigir hacia lugares creativos de adultos.

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