La insólita presencia del terror o de por qué necesitamos a los monstruos
- Gabriela Vallejo
- 26 jul 2021
- 5 Min. de lectura

Fotografía de Tobías Hämmer
Venidos desde la infancia o desde la creación del mundo, los monstruos representan un espacio de antigüedad que desafía el tiempo: son seres míticos, imaginarios o no, pero que provienen de otras épocas donde estos seres se manifestaban en los espacios del temor. El miedo los alimenta y los hace tomar densidad, pero también pueden ser discretos y vivir a resguardo de las miradas, esperando su momento para hacer su aparición. Dado que ninguno muere nunca, ya que solo duerme en el olvido, han poblado el mundo mientras vamos generando otros nuevos: los aceptamos porque forman parte de nosotros, porque están siempre escondidos en los espejos y en todos los espacios de sombra que construyen nuestra casa y nuestro ser más recóndito.
A veces son invisibles, pero parecen verse mejor cuando forman parte del territorio del otro y tienen una vida pública y un papel dentro de la comunidad, e incluso pueden protegerla de curiosos y de invasores. Es el caso de esos monstruos con los que se enfrentó Alejandro Magno y su ejército en la India, una especie de enormes serpientes o cangrejos que resultaban inexpugnables a las lanzas. Por supuesto, éstos pertenecían, aun en línea tangencial, a la misma familia de Behemot, la bestia de grandes proporciones mencionada por Job, asociada a esos animales desconocidos, desde dinosaurios a rinocerontes acorazados. En ese mundo tan vasto, no había un sitio donde se pudiera estar a salvo: los mares tampoco estaban seguros gracias a la presencia de Leviatán, la serpiente de muchas cabezas creada desde el inicio de los tiempos y heredera del Caos del que formaba parte, por lo cual allí donde esté no podrá morir sino hasta que suenen las trompetas del Apocalipsis. Dado que ha sido creada por Yahveh para permanecer amenazante durante toda la vida del mundo, tiene, por lo tanto, una existencia necesaria: acompañar al hombre por los abismos, entre las entelequias y quimeras de lo que todavía no conoce y que le causa sorpresa y consternación. En la Edad Media estas bestias empezaron a circular con más libertad, curiosas de conocer más el mundo, causando los suficientes estragos como para poner a los seres humanos a prueba. Así es cómo Behemot y sus criaturas han tenido una existencia totalmente justificada de acuerdo con el plan divino.
Sin embargo, con el tiempo los monstruos se han hecho más pequeños y escurridizos, y la zoología ha tratado de seguirles la pista. Parecería que, con la llegada de la ciencia, el horror y el miedo que provocaban estos seres atípicos quedaría relegado a nuestra vida cotidiana, de nuevo escondiéndose entre las sombras. Y es ahora, de mano de la ciencia, que se nos presentan Frankenstein, hecho de partes de cadáveres y Drácula, el caso más extremo de todos los seres hematófagos. Si bien poseemos un elenco de monstruos famosos, todavía lo desconocido suele golpear con más fuerza: aquello que no logramos descifrar, que es proteico, cambiante, que se va adecuando a nuestros temores según vamos avanzando en la vida. Ya el filósofo Freidrich Schelling hablaba del umheimlich, de esa “extrañeza inquietante” que luego Freud llevaría incluso al campo de lo siniestro. Esa extrañeza sucede cuando lo familiar deja de serlo: la muñeca que se vuelve terrorífica, o los muebles que crujen y se mueven cuando estamos solos en casa. Al parecer, para el ser humano, los peligros se esconden incluso en lo más cercano de su entorno. Todo ello tiene la capacidad de generar la angustia, angst, de la que hablaba Heidegger: no es que exista una amenaza particular, pero la emoción de lo desconocido nos lleva tanto a hacernos preguntas esenciales, como a huir de nuestra propia sombra. El miedo a las pequeñas cosas puede tomar dimensiones cósmicas. Parecería que siempre estamos confrontados a vivir entre una imagen improbable del cielo y una más probable del infierno. Y a veces esta sospecha puede confirmarse en cosas que suceden alrededor, en la violencia y el crimen que parecen formar parte de nuestro mundo de las maneras más aberrantes que pueda crear la imaginación.
Sin embargo, todo eso parte del mismo sitio, de esa sombra albergada en el ser, allí donde la luz apenas si llega, o entra como un rayo que se funde en la negrura de un armario, o de cualquier construcción antigua o moderna donde todo es absorbido por la oscuridad. Esas son las mejores fábricas de monstruos. En esa densidad a veces atravesamos los polos más agudos del dolor o de la depresión: es así que nos sentimos entre Escila y Caribdis, perdidos en la inmensidad, asolados por esas bestias marinas del estrecho de Mesina que acechan en los acantilados y crean remolinos. El territorio de lo invisible siempre está frente a nosotros. En los espacios turbios la energía es diferente. Cualquier cosa puede salir, desde un zapato hasta una enorme mano que me arrastra hasta la madriguera que se ha generado bajo mi cama, hecha con mis propias pesadillas. Para mí, el monstruo es algo siempre latente, no solo hecho de miedos, sino que es la voz de nuestra capacidad creativa que requiere de la sombra para poder proyectarse. Para ello necesita la luz de la mirada: a partir de ella se puede decir que ningún monstruo está solo, y que es una realidad compartida. Siempre ha necesitado de otro, que sea quien lo inventa o quien lo descubre.
Todas esas creaturas fantásticas son proyecciones de nosotros mismos, y esconden la posibilidad de transformarnos en otra cosa al sentir la turbación de la deformación física, de la violencia, de nuestro deseo de poseer, de ser poseídos, de experimentarlo todo. Al final, cada monstruo se enfrenta a un deseo de poder, de seguir su naturaleza o de ir hacia algo distinto y cambiar el entorno. Cada monstruo es un ser histórico, con una genealogía que va más allá del Génesis. A diferencia de los seres humanos, éste tiene una conciencia de todas sus vidas, de sus orígenes, es un ser de memoria: nunca olvida lo que ha pasado ni lo que ha hecho. Es un ser de conciencia, del poder de todas las facultades del alma. Es nuestro compañero, pero no por eso resulta menos aterrorizante. Esa es su función, hablarnos de creatividad y de límites, y de abrirnos hacia otras realidades. El monstruo, monstrum del latín, viene de monere, advertir de que estamos ante algo, ante una fuerza sobrenatural que desafía la lógica. Al principio puede repeler, pero si miramos una segunda vez es un interrogante que anima a la búsqueda y a mirar a la cara nuestras propias fuerzas telúricas. No es más que nuestra imagen de lo que somos como individuo y como sociedad, capaces no solo de ir hacia lo bajo, sino de convocar fuerzas y transformaciones al más alto nivel. Ojalá que no perdamos la oportunidad de hacerlo.
Me encanta cómo eliges estos temas tan originales y los desarrollas con toda solvencia. A veces les digo a los sobrinos nietos, en broma, que yo antes de meterme en la cama miro debajo a ver si hay un monstruo. Unos sonríes porque sabes que es broma, y a los que se asustan les digo que no hace falta mirar, porque los monstruos no se duchan y huelen mal, así que no hace falta verlos, se detectan por el (mal) olor.
Besos😀