La cámara oscura de la memoria
- Gabriela Vallejo
- 9 jul 2022
- 6 Min. de lectura

Fotografía de Reimund Bertrams
Para observar su andar despreocupado
en un páramo donde la luz pega
más en el suelo
que en esos rostros que desaparecen
de mi memoria reciente
Para tratar de encontrar
otros rostros duplicados en mi otra memoria.
--Luis de Garay
¿A dónde van las cosas que percibimos? ¿Las experiencias vividas siguen entre los pliegues de la memoria? Al parecer, la memoria podría darnos, a través del recuerdo del pasado, una oportunidad de pasar de nuevo por ciertos sucesos, de acompañarnos de rostros y personas cuyas palabras siguen resonando en nuestro interior. Si la memoria parece sugerir el pasado, ¿también es un impulso para proyectarse hacia el futuro? Para la neurociencia, el estudio de la memoria no deja de ofrecer una suerte de viaje en el tiempo a través de los procesos de la mente, que es el origen de esa fuerza creativa que se alberga en el cerebro. Y saber lo que eso significa es una travesía que vale la pena hacer.
Se podría decir que dentro de cada uno hay un acervo de paisajes, objetos perdidos y encontrados, historias que se dirigen en varias direcciones, generando a veces nuevos resultados o nuevos principios. La memoria pasa por la observación a través de todos nuestros sentidos y es una huella que se queda en alguna parte. Forma parte de una red de relaciones, de luces que encienden otras. Es como si el cerebro guardara todo, el horizonte, los olores, los colores, los protagonistas donde cada cosa tiene un distintivo emocional preciso. A veces la persona es una silueta, o una conversación, o una mirada, pero ese elemento rápidamente lleva a la aparición del conjunto: la vida se vuelve una cadena donde esas imágenes mentales tienen un sustrato de vivencias que dejan sospechar que en realidad se trata de un sistema. Nada queda aislado. Hasta nuestros primeros fragmentos de recuerdos infantiles acaban engarzados en ese conjunto de memorias que llamamos nuestra vida y que acaban construyendo algo tan complejo como la identidad.
Dentro de nosotros hay algo que convoca una escena que se proyecta dentro de la mente, y de inmediato se enciende la red de emociones que la alimentan. Las emociones, que son gérmenes neuronales, pueden transformarse, y no atestiguan de la misma manera el paso del tiempo, y pueden volver a encender habitaciones de la memoria que creíamos olvidadas. El cerebro es un órgano potente y a la vez desconocido en sus capacidades y exploraciones. A veces cuando buscamos algo no lo encontramos de inmediato, pero se queda latiendo en la sombra como en una segunda memoria, cuidadosamente guardado, para ir subiendo a la superficie en su propio tiempo y espacio, para darnos una experiencia de regreso a un momento determinado, aunque tal vez con una vuelta de tuerca, con un tinte de actualización por la interpretación ofrecida por las circunstancias actuales.
Ahí, en alguna parte, no hay solo un archivo sino un surtidor, una fuente: la imaginación se nutre de la memoria, de lo que hemos visto y vivido. Pero ésta despierta otra potencia que se alza como su interlocutora: la creatividad que permite crear algo nuevo. La neurociencia trata de resolver, a través de las reflexiones de Dean Buonomano por ejemplo, la pregunta de qué se “siente” el paso del tiempo, cómo el cerebro puede diferenciarlo y definirlo, y por qué los humanos pueden proyectarse hacia el futuro. El cerebro tiene 100 billones de células, pero a pesar de su sofisticación no fue hecho para entender la naturaleza del tiempo, que parece esconderse en lugares de la memoria qué él mismo no recuerda dónde están y no sabe todavía cómo reactivarlos. Así que persiste una pregunta esencial: ¿cómo es que el cerebro guarda los recuerdos?
Aunque todos nos percibimos existiendo en un punto concreto en el tiempo que llamamos el ahora, nos sentimos identificados con otras personas, con esos otros “yo” que son versiones más jóvenes o más viejas de quienes somos en este momento. Pero, para ser realistas, todo lo que podemos vivir con verdadera intensidad es el instante presente, con lo cual desde hace más de 2500 años ha surgido una corriente llamada eternalismo, cuyas raíces llegan hasta la Grecia antigua, hasta Parménides y Zenón de Elea, quienes consideraban que vivimos en un mundo, o incluso en un universo inalterable, dado que todas las variables ya están presentes: el tiempo no existe, o bien existe en todas sus posibilidades de pasados y futuros fundidos en el presente. Esta cuarta dimensión que es el tiempo, una abstracción matemática adoptada por físicos y neurocientíficos, parece mostrar que todos los momentos en el tiempo son igualmente reales, que estén afincados en el pasado o en el futuro, con lo cual el flujo del tiempo (ese tiempo lineal) es una mera ilusión.
El cerebro puede funcionar como un mundo, o como un universo, el universo de todo lo que conocemos y de lo que hemos conocido, que de alguna manera prefigura y anticipa lo que conoceremos después. Sin mencionar todo aquello que nuestro cerebro es capaz de gestionar de manera inconsciente, que constituye la mayor parte de la información que alberga. Así que la memoria es una parte pequeñísima de información ligada al proceso de conciencia, de esos destellos de claridad que encienden una escena como en una especie de teatro interior, o bien arrojan luz sobre un actor con el que nos hemos encontrado antes y lo seguimos para ver cómo crea una nueva película.
Para muchos científicos, la clave está en las emociones para entender los filtros y los procesos de memoria, esas respuestas personales a las vivencias y percepciones que traen a la conciencia algunas escenas mientras otras quedan escondidas en la oscuridad más profunda. Es por ello tal vez que toda memoria es fragmentaria, como un eslabón que la relaciona con otras, como una pantalla para proyectar y a la vez esconder lo que está detrás, o como un código de búsqueda que va hacia otras memorias o nuevas vivencias y percepciones. Al parecer, este espacio todavía no del todo conocido, es un espacio vivo, creativo, en donde nos abrimos con todas nuestras capacidades y nuestras posibilidades incluyendo las potencias del espíritu. Para algunos investigadores como Charles Fernyhough y Mary Carruthers, la memoria no está lejos de lo que era ya en la Edad Media: una gran construcción como un imponente edificio, en el cual un recuerdo no sería sino una esfera que flotaba y se desplazaba en esa casa infinita y que entraba en relación con otras esferas, a las que se accedía por medio de la meditación. Y esas relaciones, esos contactos entre esferas, generaban conocimiento. La meditación, sin embargo, no elaboraba únicamente un sistema de aprendizaje, sino que se extendía como un campo abierto para recibir o percibir la presencia divina. La memoria (en su búsqueda por crear una manera de acceso a la mneme theou, la memoria de Dios) estaba relacionada con la imagen, con algo que suscitaba el recuerdo o que producía otro recuerdo, como un regreso al origen, a ese enorme archivo donde se quedan acumuladas todas las cosas y que solo salen de nuevo a la luz cuando son necesarias.
Allí, en ese inmenso espacio es donde, como diría San Agustín, están disponibles el cielo, la tierra y el mar, con todo lo que se ha percibido en ellos a través del tiempo. Este sistema, tan antiguo como moderno, implica un ejercicio activo de la imaginación, que crea una memoria desdoblada, como una suerte de otra memoria que sostiene a los recuerdos que van saliendo gracias al espejo de la percepción. La neurociencia se interesa por estas interacciones, pues implica que subyacen relaciones entre las vivencias o percepciones, y logra crear sistemas mayores de conocimiento. La memoria es el lugar donde nuestro cerebro es tocado por nuestra sensibilidad (y las emociones que se desprenden de nuestro sistema límbico) para generar un cerebro energético, como un gran ordenador imaginario que guarda cada detalle y cada experiencia como un tesoro vital. Quizá la clave esté en que el cerebro no distingue entre realidad y ficción, con lo cual su potencia creativa, a través de fragmentos de verdades pasadas o futuras, es infinita.
Y esto nos lleva a una precisión muy importante, que no pasaría desapercibida para esos monjes en meditación: si la memoria es pensamiento, y el pensamiento es energía, esta energía puede crear materia, que también es energía. La memoria va de la mano de la creación y prefigura nuestra obra más importante que es nuestra propia realidad. Podemos decidir crearla a partir de un recuerdo del pasado, a través de hábitos, o bien, a través de un deseo, de un ejercicio de conciencia de ir hacia algo imaginado que es una construcción más rica. Para el cerebro, sueño o realidad son la misma cosa: una creación química, de complejos jugos neuroquímicos que se esparcen por el hipotálamo y que crean sinapsis cerebrales para producir una visión que hace que la vida se ponga en movimiento. La percepción no es algo pasivo, sino una nube de filamentos que se expanden a partir de información sensorial. Para los que transitamos gozosamente por el campo de la historia, la memoria nunca se queda sujeta al papel o las piedras, ni los personajes que salen a nuestro paso son solo sombras: al contrario, al entrar en nuestro espíritu adquieren nueva vitalidad, entran en diálogo con nosotros y nos muestran su tiempo que vuelve a la vida en una dimensión paralela. Sus memorias y las nuestras entran a formar parte de un mismo sistema, y como eslabones de una cadena infinita y a través de nosotros hablan muchos seres del pasado, que encuentran una nueva voz y nuevos ojos para seguir explorando su propio mundo. Ahí el tiempo es eterno, y la memoria acaba, sin duda, conjurando la muerte.
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