La curiosidad o cómo caerse en la madriguera
- Gabriela Vallejo
- 15 jun 2024
- 6 Min. de lectura

Para mi abuelo
Es una extraña sensación cuando nos asaltan las preguntas “¿Qué es eso?” y “¿Por qué?”. Una suerte de efervescencia ante algo que no conocemos y que no podemos sustraer de la mente. Algo se está creando, una serie de observaciones que van construyendo nuestra experiencia, como el dedo de un niño pequeño que señala la lámpara asimilándola a la luna.
Nada es tan ambivalente como la palabra “curiosidad”, tal vez porque no es una palabra simple, ya que alberga en su interior preguntas sobre todo y cualquier cosa; es el detonante de nuestros sentidos para tratar de comprender aquello que llama nuestra atención y nos enfrenta a la sorpresa, al deslumbramiento de lo que es este mundo. A veces es un momento que nos detiene y nos sume en la historia, y otras veces es, como diría el escritor Alberto Manguel, una especie de viaje, un largo tránsito, pues una palabra o un suceso puede dirigirnos por una ruta que no conocíamos antes, incluso si es tortuosa y subterránea. Es por ello que la palabra “curioso” tenía, ya desde el diccionario de Sebastían de Covarrubias de 1611, un sentido tanto positivo como negativo, pues se refería a alguien que escrutaba algo con diligencia, pero también llevaba su exploración hacia cosas escondidas o reservadas que tal vez no debían sacarse a la luz, en donde el conocimiento podía ser algo peligroso. Sin embargo, este instinto de preguntar tiene que ver con tratar de entender y nutrir la experiencia que va dando sentido a la vida, desde distintos niveles y dimensiones.
Para la curiosidad, el tiempo no existe: todo lo que está frente a nosotros es nuestro contemporáneo, que sean sucesos o historias, o personas u objetos. El contacto es directo. El fenómeno de descubrir algo y fijar la atención hace que el instante de la percepción sea total: nos invaden las sensaciones, las ideas, distintas emociones nos embargan y producen un cambio en nosotros, sin importar si la fuente de luz viene desde hace milenios o pertenece sólo al instante. Los pensamientos que han corrido en tropel nos han mostrado que tal vez algo se queda activo, conectándose con los procesos que construyen nuestras creencias y nuestras estructuras vitales. O que rompen unas para crear otras. En un vistazo, todo puede haberse transformado. Nos convertimos un poco en una suerte de Alicia en ese reino de maravillas, que nos invita a internarnos en la madriguera del conejo, para encontrar lo que buscamos. La curiosidad es la puerta hacia el reino de conocimiento infinito.
Sin embargo, todo tiene un inicio. Y la historia empieza en nuestra casa, la de la niñez, que siempre es mayor a nosotros, en donde, a pesar de ser un habitante asiduo, somos también extraños pues el mundo de los adultos es avasallante y ajeno. Nuestra pequeña talla nos permite escudriñar los rincones, las gavetas a nuestro alcance, los agujeros en el suelo de madera por donde dejar caer monedas y llaves, descubriendo que hay un espacio más abajo a dónde llegan con un golpe sordo. Y ahí, en el mundo de los ancestros, aparecen los fantasmas, los cuadros con personajes misteriosos, las pisadas en las habitaciones y los ojos de los otros que nos acechan, y los paisajes antiguos en donde algo se mueve en el rabillo del ojo. La casa de mi abuelo era así, un espacio infinito, con sus techos altos, sus columnas de cantera y sus vigas gruesas como los árboles que les habían dado nacimiento. Ahí era fácil perderse, en el salón tras los sillones, tras el piano o tras los árboles del jardín. Sin embargo, me gustaba el sentimiento de interior y observar con detenimiento los baúles, las alfombras, los cuadros en las paredes que se habían apropiado de esas superficies volviéndose ventanas, y luego escudriñar los pequeños objetos, como las tijeras antiguas y el cortapabilos junto a las velas de la chimenea, las cajitas en las mesas, o las fotografías y los vestigios de otras épocas guardados en los cajones. Sin saber cómo, estaban ya plantados los gérmenes de la curiosidad, de la exploración y de la búsqueda de los elementos que dieran sentido a los días y a las noches llenas de ecos misteriosos, y a veces angustiantes.
En el ámbito de una casa, los objetos marcan una primera aproximación a lo que son las cosas y para qué sirven. Es la existencia material de fenómenos que no podemos definir: la luz se transforma en lámpara, el color y la rugosidad en telas y tejidos, la transparencia en piedras y cristales, el lenguaje se vuelve papel y libros que se multiplican con el tiempo. En ese momento, hacemos bibliotecas como fuentes para abrevar nuestra curiosidad, y a veces también como oráculos para darnos respuestas fundamentales. La casa misma no solo es un refugio, sino un reino donde todo tiene un significado y un valor, incluso de riqueza. En la casa de mi abuelo ésa era una dimensión que siempre flotaba en el aire, como en otras familias: esa necesidad de seguridad y de opulencia, que a veces nos oculta el verdadero valor de las cosas. El dinero, ese proveedor y protector invisible, es, como lo diría tan acertadamente James Buchan, “frozen desire”, “deseo congelado”, que nos da la sensación de un poder que puede materializarlo todo, pero tan sólo nutre una búsqueda infinita, es un señuelo hacia otras cosas, para abrir puertas o cerrarlas.
Pero, ¿qué es lo que realmente podemos poseer? En realidad, paradójicamente sólo lo intangible. Allí donde la curiosidad nos lleva. No sólo a los objetos, sino también hacia las personas que se vuelven personajes y nos acompañan en nuestro camino de reflexión. Así, en mis deambulaciones, siguiendo el rastro que me ha marcado el físico Philip Ball hacia distintas madrigueras, me he encontrado con Adelardo de Bath, uno de esos estudiosos con báculo que hacia 1137, en sus doctas errancias, desde Inglaterra hacia Francia, Sicilia, la Magna Grecia, Córdoba y Bagdad, visitó monasterios y recogió manuscritos buscando, a través de sus estudios arábigos, el conocimiento de la geometría, matemáticas y astronomía griega y persa. Esas pesquisas del siglo XII no han llegado a su fin. Las preguntas, desde las cosas pequeñas a las grandes, que lo motivaban a buscar bibliotecas y traducciones, siguen resonando a nuestro alrededor: ¿Por qué el agua del mar es salada? ¿Por qué los dedos de la mano tienen distintos tamaños? ¿Por qué las plantas crecen sin que se trabaje la tierra? ¿Y por qué no crecen en el agua o en el aire? ¿O bien por qué el globo terrestre está suspendido en el espacio? E incluso, ¿podría caer una roca si se cavase un agujero que atravesase la tierra? Sus Quaestiones naturales sumaban todo aquello que Adelardo quería saber y que trataba de explicar a un ficticio y a la vez atónito sobrino. Sus preguntas buscaban comprender el mundo natural y anticiparon la ley de la gravedad, así como otras sobre los problemas del flujo del agua y sobre la transformación de la materia. Aunque hemos cambiado algunas respuestas, hay cuestionamientos que permanecen y hacen eco en los físicos actuales.
La chispa del conocimiento era para Descartes “una sorpresa repentina del alma” que se centra sobre esos fenómenos y cosas que parecen a la vez raros y extraordinarios. A veces son los cimientos sobre los que se construye la ciencia o el arte, y a veces son cadenas de preguntas que van simplemente guiando nuestra vida. En realidad, cuando pensamos en la curiosidad, en ese ímpetu que nos hace poner el dedo en el fuego hasta quemarnos, es la misma fuerza que nos lleva a aprender, a experimentar, y a desarrollar métodos de aprendizaje y de investigación.
Allí donde las preguntas siguen reverberando es donde empezamos a crear un jardín interior, nuestra propia madriguera, cuya puerta está en ese mundo que nos sorprende, que nos llama para entender mejor la naturaleza de las cosas. Hay personas enigmáticas a lo largo de nuestra vida que son nuestra guía de caminantes, ya sean los buscadores medievales como Adelardo (como una suerte de Guillermo de Baskerville maravillándose en la biblioteca del monasterio benedictino), o filósofos más antiguos como Anaximandro que buscaba la fórmula del infinito, o bien el Emilio Salgari de mi infancia que me develó la importancia de vivir la aventura, no sólo con los ojos. Cuando una experiencia nos toca, despierta algo en nosotros que genera una pregunta muda que se vuelve una llave para una puerta. Y una vez ahí, ya no hay vuelta atrás. Muchas interrogaciones seguirán reverberando en nuestro interior: ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos en realidad? Y, sobre todo, ¿hasta dónde podemos llegar?
Que maravillosa historia!!! Las batallitas tienen mucho sentido. Uno año muy importante para ti... El año de las fundaciones...
Muy bien, muy en tu estilo.
Yo acabo de rescatar un recuerdo. El año 1970 hubo una excelente cosecha de Rioja, yo aprobé las oposiciones de maestro, conocí a J, empecé la mili... y me prostituí por primera vez (bueno, solo mi pluma). Yo quería comprarme una máquina de escribir, pero no tenía las 3000 pesetas que costaba. Casualmente me enteré de que el Círculo Doctrinal José Antonio [Primo de Rivera] de Toledo convocaba un concurso cuyo premio tenía justo esa cuantía. Yo no era falangista, pero podía fingirlo, así que escribí, a mano, sobre el tema del concurso: "¿Qué hizo José Antonio por España? ¿Qué puedo hacer yo?" Sorprendentemente, gané, no sé si por mi habilidad plumífera o porque…