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La ciudad en el agua

  • Foto del escritor: Gabriela Vallejo
    Gabriela Vallejo
  • 30 may 2021
  • 4 Min. de lectura

Las últimas semanas pasadas en la ciudad de México han reactivado en mí la sensación de que nuestros inicios crean una impronta que no se borra, sin importar dónde estemos. No es solo una historia personal o familiar, sino la Historia misma la que nos formatea, por lo menos de manera inconsciente. Es cierto que no podemos escapar al tiempo, pero tampoco a los tiempos: aunque tratemos de olvidar el nuestro, queda siempre el de nuestro entorno, sobre todo el de la ciudad que nos ha albergado o nos ha contenido. Y aunque nos alejamos de ese punto que ha creado nuestra propia cronología, el regreso nos vuelve a nuestro tiempo no solo biológico sino patentemente histórico. Somos hijos de la historia. Cualquiera con una voluntad de pararse y mirar alrededor con una cierta profundidad, encontrará vestigios de lo que siempre ha sido, y también de lo que (en este caso particular) esta ciudad no puede evitar ser. Pues uno siempre es guiado por líneas y fuerzas invisibles que van hacia raíces por debajo del suelo. La Historia es sin duda una guía de caminantes que nos lleva de la mano sin saberlo.


En mi ciudad, tan apocalíptica como etérea, queda la impronta de su realidad lacustre, de los ríos que la han atravesado llevando, en un momento dado, todo tipo de productos y bastimentos para nutrir a la ciudad originaria, que parecía flotar sobre las aguas a pesar de esos templos y palacios en piedra, cada vez más pesados sobre la superficie de la isla. Una construcción tan compleja y exigente, cuyo esplendor llegó en el siglo XIV no podría desaparecer sin más con su destrucción en el siglo XVI. Y mucho menos lo ha hecho en el siglo XXI. Cinco siglos no es demasiado. Casi se podría regresar a su inicio, tan solo echando un vistazo hacia atrás.


¿Y cuál es el inicio de su memoria? Yo diría que puede estar en la imagen de la ciudad mexica cuando llegaron los conquistadores a la gran Tenochtitlán, esa metrópolis que parecía Sevilla, según la mirada anonadada de Bernal Díaz del Castillo, que traducía la sorpresa de sus compañeros frente a la ciudad imperial. Hernán Cortés no dejaría de confirmarlo en sus Cartas, pues esa mirada compleja llegaría a Europa, corriendo de libro en libro, a través del mapa de Nuremberg de 1524. Ese mapa traducía la belleza y esplendor, incluso en su forma más esquemática. El grabado formaba parte de la segunda carta de Cortés, en donde se veía la ciudad y su circunstancia: la isla donde habitaba la gran capital, y en el centro su gran pirámide, el Templo Mayor. Y junto a éste nada menos que el Tzompantli, las cientos o miles de calaveras empaladas, que representaba el lugar de los sacrificios que tanto debía impresionar a la población y a los españoles recién llegados. Y a partir de ahí, desde ese centro que manifestaba la unión de la vida y la muerte, se desataban las calzadas que partían a los cuatro puntos cardinales, Moyotlán, Teopan, Atzacoalco y Cuepopoan. Una vez que la ciudad cayó en 1521, el cambio fue paulatino pero constante. La ciudad española, que se construía con las piedras de Tenochtitlán, no hizo sino hacer perdurar la presencia de la antigua, y de hacer que permaneciera para siempre en el recuerdo de sus habitantes. Para 1554, según el cronista Francisco Cervantes de Salazar, el palacio arzobispal mostraba todavía los vestigios de la antigua pirámide sobre la que se alzaba, y al parecer, los bergantines de Cortés seguían flotando, como fantasmas, sobre la laguna.


Las ciudades ya estaban irremediablemente unidas. De hecho, mi barrio, Coyoacán, que para mí es una imagen de la placidez, ya está presente en el mapa de Nuremberg, como una población alternativa, como la ciudad española (construida sobre sus raíces tepanecas), en donde los conquistadores podían vivir tranquilamente, sin riesgo a las inundaciones de su viejo centro. Este antiguo señorío había caído bajo el yugo mexica, y de él se llevaban muchos esclavos y víctimas para los sacrificios en el Templo mayor. Así que con gusto se volvieron vasallos de Carlos V, razón por la cual tal vez está representado en el mapa junto a esta población el blasón de los Habsburgo. A partir de ahí, tanto el cacique de Coyoacán, Juan de Guzmán Ixtolinque y Hernán Cortés, comenzaron juntos la edificación de gran cantidad de iglesias y conventos en la que sería una de las mayores repúblicas de indios al sur de la vieja capital mexica, que se extendía hasta el Pedregal de San Jerónimo, tal vez simbolizado en el mapa de Nuremberg (como algunos lo han sugerido) con un montón de piedras.


Pero las piedras no son nunca solo piedras. Las piedras hablan. Y siguen ahí, contando historias. Aún ahora, en las estaciones de metro hacen ese trabajo de recordar lo que estaba, o lo que todavía está, ahí debajo. Como la pequeña pirámide redonda al dios del viento (Ehécatl) en el metro Pino Suárez. O bien los vestigios del acueducto, en la estación Chapultepec (que era la primera población del otro lado del lago), desde donde partía ese enorme conducto de agua hacia Tenochtitlan, extendiéndose hasta la estación Pantitlán, donde estaba el lago de agua salada. Esos mapas invisibles también han sido visto por extranjeros, legos y especialistas como Barbara Mundy, para quien también resulta claro cómo la ciudad antigua sigue desplegándose en la nueva.


Así que los incansables caminantes de la ciudad de México no dejan de transitar, sin saberlo, sobre sus raíces. Pero sin duda, todos sienten la densidad, esa sensación de que algo está sucediendo bajo sus pies. Porque tampoco puede ignorarse la mirada serena de las montañas y los volcanes que rodean la ciudad, como deidades siempre vigilantes que a veces mandan temblores y terremotos como transmisores de la vida de otras fallas y cadenas montañosas. La ciudad antigua sigue viva para los que podemos escucharla, para los que podemos sentirla. Y no como un clamor por su destrucción, sino porque a través de ella se ha construido una nueva cultura, tan variada, rica y mestiza que no podría existir sin sus distintos orígenes. Así que no vale la pena sabotear ni censurar un pasado (mucho menos ahora en un tiempo electoral), por más violento que haya sido, pues ahora las mismas piedras ya nos construyen a todos de las formas más misteriosas.

 
 
 

3 Comments


Jose Maria Cardesin
Jun 05, 2021

Un texto magnifico, de los más bonitos que te he leido. Al final va a resultar que todo escritor con mayúsculas tiene su Yoknapatawpha

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Lucianna Lima
Lucianna Lima
May 30, 2021

Precioso texto querida.

¡¡Mil gracias!! Ahora recorreré el centro histórico con otros ojos. Abrazo.

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Paco Mendoza
Paco Mendoza
May 30, 2021

Hermosa y acertada evocación de tus raíces.

Besos

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