La belleza de la impermanencia. Imágenes de un mundo flotante
- Gabriela Vallejo
- 31 ene 2021
- 3 Min. de lectura

Belleza de la era Kansei, Utamaro
Cuando parece que todo alrededor está cambiando, sin saber muy bien hacia a dónde vamos, no está mal recordar el principio de impermanencia, que para los budistas japoneses se cifra en la palabra ukiyô: la única certeza que existe es la inestabilidad, el cambio, en donde las cosas desaparecen y dejan tras de sí una estela de nostalgia. Ese concepto que atravesaría la Edad Media de las islas niponas, se cristalizaría en el siglo XVI, gracias a la consolidación de una clase de comerciantes y artesanos. El Ukiyô-e, ese arte de la imagen, es una síntesis de los modelos chinos y coreanos que llegaban a Japón (Kanô) y de la escuela de Tosa, esencialmente japonesa, que miraba hacia el fortalecimiento de la corte imperial. Esto coincide sobre todo con el periodo Edo, con el inicio de la dinastía Tokugawa a principios del siglo XVII, en el que Ieyasu había consolidado su dominio sobre los daimio, los señores feudales, dando a Japón la suficiente paz y estabilidad para el desarrollo de las artes.
Dado que la ciudad se vuelve protagonista, el Ukiyô-e, las imágenes del mundo flotante, esa feliz expresión, es una referencia al juego de ilusiones que se desarrolla en ella, a la experiencia de los placeres, de la belleza, a todo el espectro de la vida y su representación: ya que todo muere y todo es mudanza, hay un punto de gravedad que también se vuelve juego, imagen y teatro. La imagen, heredera de la evolución de las artes gráficas, captura momentáneamente ese tránsito por todo lo que existe, por todo lo que se construye, por todo lo que se crea. Así, la belleza del Ukiyô-e nace de la diversidad. En un papel en blanco, la tinta, ya sea para el dibujo o para el grabado va definiendo lo que el artista observa y siente en la acumulación de voces que lo rodean, de un mundo cada vez más vasto.
La estampa japonesa nace con la monocromía de Hishikawa Moronobu, hasta ir impregnándose de color, de poner capas y texturas que iban llenando los granos del papel. A partir del siglo XVIII (en la Era Genroku, la edad de oro de Edo), las estampas corren y se incendian como la pólvora en un éxito imparable. Sin duda, cabe recordar dos grandes artistas, el primero Kitagawa Utamaro, que moriría en 1806 y retrataría el mundo de las concubinas, del teatro, y también de los combates eróticos en sus estampas shunga, a pesar de las prohibiciones. El segundo, Kasuchika Hokusai, que moriría en 1849, parte de la fabricación de espejos para dedicarse, a través de la imagen, a una búsqueda constante para atrapar la substancia de las cosas: los animales, el paisaje, la naturaleza, hasta la naturaleza humana que llegaba a las alturas épicas de su famosa Ola de Kanagawa.
En los grabadores de estampas, el artista es el hombre del mundo, el que recorre las calles de la ciudad, el que camina y siente, el que ve le paisaje y se lo apropia primero como una forma y luego como una esencia. Primero la forma, el color, y luego las implicaciones de un mundo que entra por los ojos, por las manos, por el cuerpo en contacto con otros cuerpos. La estampa es la captura de un momento de felicidad, de plenitud, una gota de existencia en estado puro: una taza de té, las cortesanas en el baño, la madeja de pelo que se desata detrás de un biombo, las miradas absortas ante las piruetas del sumo o la gracilidad del kabuki. En tiempos de extrema mudanza, la imagen concentrada de un instante puede devolvernos una mejor definición de nuestro tiempo, y ¿qué mejor definición que la de un mundo flotante?
Esos textos que no se pueden leer siempre me han intrigado. Deben ser un sutil acompañamiento a las imágenes, como un "instructivo" quizá de cómo debe llevarse esos atuendos o lo que significan en diversos momentos. Tú has hecho bien de traducir alguno y develar algún misterio...
Muy ilustrativa tu entrada, ejemplo de la fascinación que ejerce, desde antiguo, la cultura japonesa en estas latitudes occidentales. Yo tengo algunos libros japoneses con grabados que me hacen disfrutar de vez en cuando, para empezar un Código de vestuario impreso en Kioto en 1692, con grabados de los atuendos (kimonos y demás) y complementos de la corte imperial japonesa. No puedo leer los textos, pero sí deleitarme con las imágenes...