En el vientre de la serpiente. A la búsqueda del quinto elemento
- Gabriela Vallejo
- 10 feb 2024
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Códice Parisinus Graecus 2327 (=A)
Para Miguel y Julia Rodríguez de Diego
El tiempo no deja de marcarnos el paso. Febrero, que viene del latín februarius, el mes romano de las fiestas de la purificación, nos hace mirar otra vez a la serpiente y sus cambios de piel. Como sabemos, aquella que repta por el suelo es el reflejo de la que viene siempre del cielo, y baja por las pirámides para recordarnos que hay una unión entre lo que está arriba y lo que está abajo. Y lo mismo sucede entre lo que está afuera y lo que está dentro. Desde niña siempre pensaba que lo que estaba dentro de los objetos, que fuesen fabricados por el hombre o la naturaleza, escondía algo mágico, algo que no podía verse pero que sugería una esencia de lo desconocido: en el jardín de mi abuela, yo pensaba que los capullos de las flores escondían piedras preciosas, como si hubiese un vínculo entre la riqueza y la belleza. Es tal vez de ahí, en esas primeras miradas, que nace nuestro sentido de búsqueda, de lo que está oculto bajo la superficie de las cosas, y la serpiente que se come la cola sigue siendo nuestro guía en esos procesos misteriosos, para llevarnos a lo que guarda dentro de su propio vientre.
Ese espacio interior a la materia siempre se ha resistido a nuestra observación, cuya percepción no es de largo alcance. Hemos requerido de la técnica y la tecnología para tratar de comprender ese espacio aparentemente vacío, tanto al interior de las moléculas como en el cosmos. Pero antes y después, todo empieza con nuestros sentidos, con el intercambio con esa membrana exterior, flexible como la serpiente, que aloja algo dentro; una energía, una vibración que atraviesa nuestra retina, que impacta en nuestros oídos y las moléculas que penetran en nuestra nariz, un contacto con la piel y un sabor en la lengua: hay un continuo intercambio de sensaciones que crean información. Sin embargo, conforme avanzamos en el tiempo, un conocimiento antiguo nos acompaña para sondear esos espacios oscuros e infinitos, y tratar de entender lo que se esconde en ellos. En ese sentido, el Ouroboros representa los cuatro elementos alquímicos, tierra, aire, agua y fuego, y en su interior se encontraría el quinto elemento, el éter.
Quizá lo que nos ha caracterizado desde hace algunos milenios es nuestra voluntad para definir ese supuesto vacío, ese espacio que se encuentra no sólo dentro sino fuera, es decir, que está en todos lados. El Ouroboros está representado desde el antiguo Egipto (relacionado con la serpiente Uraeus o Ureo, en forma de cobra coronada, que era también la diosa solar Uadyet, protectora del Alto y Bajo Egipto) hasta Grecia (en la serpiente Ladón, que conformaría la constelación del Dragón), en todos esos casos implicando los procesos que llevan a la transformación, relacionados con una fuerza que toca a la divinidad: los procesos alquímicos relacionaban a la naturaleza, y sus cuatro elementos, con los procesos celestiales. En ellos sería esencial el éter, el quinto elemento añadido por Aristóteles a los cuatro de Empédocles, y que se volvería el constituyente básico del cielo y los cuerpos celestes. En la India, el Ouroboros se asociaba a la imagen de Ananta Shesha, la serpiente celestial que es uno de los seres primigenios de la creación, y también un avatar, una encarnación divina que representa el tiempo eterno y el ciclo infinito de la creación. El éter se denomina en sánscrito akasha, principio que se asocia al espacio y al cielo.
Todos estos elementos adquirieron sentido a través de la alquimia, cuyos procesos fueron complementados de una cultura a otra, y que harían eclosión en Alejandría. Las representaciones más antiguas que se conocen del Ouroboros alquímico, según los estudiosos, es en el Papiro V y Papiro W de Leiden, cuyo origen puede haber sido la ciudad de Tebas (en el siglo III a. C), y corresponden al periodo helenístico que coincide con la dinastía ptolemáica. Durante el reinado de Ptolomeo II, la capital pasó de Menfis a Alejandría, que se volvió un importante centro intelectual y cuya biblioteca entró en expansión, encontrándose en ella importantes pensadores griegos como Euclides. En este caldo de cultivo se copiarían los papiros de Leiden, en la esfera de las ideas de los filósofos griegos como Demócrito de Abdera y sus estudios sobre las partículas que él llamó átomos.
Para los científicos actuales, como el premio Nobel de física Frank Wilczek, hay que volver a los sistemas de pensamiento de nuestros ancestros, y sin duda a los griegos, para recuperar los conceptos y las técnicas, que han creado las cadenas tecnológicas que implica el desarrollo científico; para él, la revolución científica del siglo XVII ha validado los sueños de la antigua Grecia, pero luego la ciencia se ha topado con múltiples fronteras para entender la naturaleza del espacio y su relación con la materia, actualmente sumergida en el campo cuántico. Incluso allí, el enigma sigue siendo ese espacio “vacío”, el éter que ahora los científicos prefieren llamar espacio-tiempo, espacio cuántico o malla (grid), una suerte de campo electromagnético en continua actividad. Para los físicos, hay algo en esa especie de vacío que logra condensarse y adquirir densidad, como lo suponían los griegos, y que ahora se ha definido como un superconductor con múltiples capas y múltiples colores. Esta rejilla, que constituye el espacio y el tiempo, tiene las mismas propiedades que cualquier otro punto del campo cuántico. Pero para Wilczek, como para muchos otros, el enigma del espacio todavía no logra resolverse.
Otros físicos han buscado regresar a la filosofía para entender ese vacío, entendido cada vez más como una mente, como una consciencia difícil de interpretar a través de las ecuaciones matemáticas. Teilhard de Chardin, el jesuita filósofo, geólogo y paleontólogo, hablaba de cosmogénesis en sus reflexiones para entender el universo, es decir, de un cosmos inteligente, en donde una cierta masa de conciencia elemental estaría prisionera dentro de la materia terrestre. Y tal vez esa conciencia elemental podría encontrarse ahí donde el éter se convierte en materia oscura y energía oscura, que es el 95% de la masa de todo el universo, y de nuevo las certezas se sumergen en el misterio.
En esas idas y venidas por el espacio-tiempo, tal vez la clave esté realmente en el espíritu, con minúscula o incluso con mayúscula. Por ahora, las centellas de luz siguen brillando en el Ouroboros de la alquimia griega, por ejemplo, en el manuscrito Parisinus Graecus 2327, en la biblioteca de Fontainebleau. En él, en el proceso alquímico representado por la serpiente con las cuatro patas en el interior (los cuatro elementos), entran en un proceso en el cual,
“El Uno da su sangre a lo Otro; el Uno engendra a lo Otro. La naturaleza se complace de la naturaleza, la naturaleza goza de la naturaleza, la naturaleza vence a la naturaleza y la naturaleza domina a la naturaleza. Y no es por causa de una o de otra naturaleza, sino por su propia naturaleza única que procede de sí misma, consecuencia de la operación, con trabajo y mucho esfuerzo.” (en la traducción del griego citada por Aurelio Fernández García)
El esfuerzo es el proceso de transformación dentro del vientre de la serpiente. En la piel escamosa se concentra la lógica, el pensamiento que gira sobre sí mismo, vinculado a la experiencia emotiva y espiritual, y que apela a todas las facultades para ir hacia adentro, al interior de ese círculo que actúa como cuerpo y frontera, pero sólo dentro de nuestra percepción. A decir verdad, en el intercambio no hay límites: gracias a la energía siempre permeable, estamos dentro y fuera desde lo más pequeño a lo más grande, pero la clave es la mirada, el hecho de poner la atención es lo que cambia la realidad, como lo ha constatado la física cuántica.
En los procesos de expansión, es difícil capturar la experiencia en palabras: el éter es incomparable, indefinible, inconmensurable. Es la totalidad en cada cosa, energía en distintas frecuencias dentro de cada elemento. La transformación está en entender que cada partícula, incluso infinitesimal, es el absoluto: en cada parte está el todo. Y en ese vacío, que es el espacio entre los pensamientos, en el espacio del silencio, chocan las polaridades que crean el movimiento y salta la chispa de la creatividad.
Lo que nos mueve a buscar es que desde muy temprana edad “sabemos que no sabemos”, nos damos cuenta de que la esencia de las cosas todavía se nos escapa. Es a partir de ahí cuando empezamos a buscar respuestas, y a construir un camino. Ese impulso de búsqueda está cifrado en una palabra griega perfecta, thaumazein, que significa maravilla y estupor, el vértigo frente a lo desconocido. Eso acabó con todas las rosas del jardín de mi abuela, pero al final, creo que ha valido la pena.
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