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El monstruo en el jardín

  • Foto del escritor: Gabriela Vallejo
    Gabriela Vallejo
  • 20 jul 2024
  • 6 Min. de lectura

La boca del Orco o del Inframundo, en el parque de Bomarzo.


Aún antes de que se abra la puerta, se oye un zumbido de insectos ensordecedor. Hay una densidad en el aire, un presentimiento, un presagio. La naturaleza está fuera y dentro, pero por el muro de piedra y la puerta con el dintel y la reja, nos parecería que se trata de un jardín interior, de un espacio ordenado, de una naturaleza que crece bajo los designios de quien lo planta, y le imprime una idea de cómo debe ser esa floresta intramuros. Sin embargo, aún en el interior no sospechamos de inicio lo que está verdaderamente ahí: ese mundo poblado de especies animales y vegetales, y de seres que salen de la piedra, con sus sombras y sus límites. Si uno no lo sabe, es difícil imaginar ese espacio, un supuesto lugar de descanso, como una morada de monstruos. Más aún si es llamado un “sacro bosco”, un bosque sagrado, pero tal vez en razón de ello, esas creaturas se mueven a sus anchas, y enseñan sus secretos sólo a quien es capaz de ver más allá de las apariencias.   


Bomarzo es ese lugar en donde viven criaturas que vienen de tiempos muy lejanos, y le permiten el acceso al visitante sin que éste sepa todavía si se trata de un paraíso o algún tipo de selva oscura en la que Dante encontraría animales salvajes y maravillas. Bomarzo, en la provincia de Viterbo, es un jardín mitológico, lleno de referencias para quien puede interpretarlas. Y, por lo tanto, también es un jardín narrativo, como otros en su momento, en los que, de las bibliotecas nobiliarias del Renacimiento, escaparon algunos personajes para habitar en esos espacios y mostrar abiertamente su naturaleza híbrida y misteriosa; después de todo, aquí, entre estos muros, hay una sola regla: trasgredir las reglas.


El parque imaginado por Vicino Orsini, el famoso condottiero y mecenas romano, fue creado en 1547 y luego dedicado a su fallecida esposa Giulia Farnesio. La entrada tiene la clave de acceso: la enorme tortuga (que puede sostener al mundo), lleva sobre el caparazón una pequeñísima Fama alada, apoyada apenas sobre un pie en un equilibrio inestable, casi como un hada que sobrevuela sobre la casa de los Orsini, llevando vientos a favor o en contra. Cualquiera puede subir a las mayores alturas o bien caer en los abismos. Por tanto, es lógico suponer que dentro se hallará lo que es afín a esos espacios, a ese movimiento azaroso y aquello que escapa al control de la razón. Como hijos de la Tiempo, nos salen al paso Hércules y Pegaso, dragones y perros, elefantes de guerra y can-cerberos, al acecho del visitante incauto: es difícil no dejarse sorprender y cautivar, mientras que dentro de nosotros nuevas ideas y sensaciones se producen en tropel. Más adelante nos salen al paso las ninfas junto a Ceres y Venus, a Neptuno y Plutón, que han hecho de este jardín un reino en la tierra. Pero esta visita incluye una experiencia especial: entre el follaje se esconden las grutas, un singular acceso a otros planos, tal y como se concebían desde la antigüedad. Y es probable que no podamos escapar a esas otras dimensiones, y la manera más certera de entrar es por la boca del inframundo.


El jardín renacentista es un lugar complejo. Está poblado de personajes grotescos, es decir, de seres afines a las grutas, a las cuevas y al agua, que eran referencias a ninfas y fuerzas subterráneas. Y más aún. Para estudiosos como Luke Morgan (The Monster in the Garden), el jardín es un lugar donde todo es posible, un espacio de presencias mitológicas y transformaciones, donde Ovidio queda siempre entre líneas. Al parecer, es también un espacio de psicomaquia, para las “batallas de la mente” donde las representaciones alegóricas están destinadas a despertar la inspiración, a liberar el alma del combate que tiene en el interior. Y éste se presenta también en el mundo, con sus obscuridades y sus cosas inexplicables, y estas veredas boscosas pueden ser un camino vislumbrar los secretos tras las cosas.


En una época donde había una fascinación por las “aberraciones” de la naturaleza, la primera vez que dos gemelos unidos por el costado fueron diseccionados, fue en 1536 en el jardín de Palla Rucellai en Florencia, un espacio idóneo para las conversaciones doctas, con visitantes asiduos como Nicolás de Maquiavelo, integrando a la vez un espíritu de discusión y de experimentación. Los Orti Oricellari eran un espacio lleno de plantas raras, y antiguas estatuas que venían del jardín de los Medici, dado que Rucellai estaba casado con la hermana mayor de Lorenzo el Magnífico. Un lugar con tal densidad de niveles y búsquedas fue comprado por la bella e influyente Bianca Capello, estrechamente ligada a Francisco de Médicis, que lo usaría como un sitio especial de entretenimiento y de encuentro con nigromantes, que tratarían de abrir las puertas hacia el más allá.  

Entonces, ¿qué tiene de único un jardín renacentista? La posibilidad de entrar en el tejido de las antiguas historias, de la aventura, del miedo, en un momento en donde todo cambia, donde se descubren nuevas especies y nuevas razas, en nuevos mundos del otro lado del océano que parecen poblados por gigantes y amazonas. Los monstruos eran la síntesis de las historias del pasado, y de esa nueva eclosión de los descubrimientos. Seres simbólicos, complejos y frágiles, pues tienen siempre una parte humana que busca algo más, atravesando la puerta de lo divino. Tantas historias mostraban el carácter enigmático de esas alteraciones físicas, como Hermafrodito, Aracné o el lobo Licaón, que podían ser el resultado del castigo de los dioses, acostumbrados a los extremos, a la violencia, a los mestizajes forzados y a los desequilibrios de la naturaleza. Sin embargo, el monstruo siempre tiene algo de quien lo imagina, de quien lo posee, pues éstos eran, y son en realidad, la potencia de crear, de transgredir los límites y el miedo a las fuerzas que se desencadenan en nuestro interior.


Y en ese sentido, la transformación es una suerte de muerte implícita a una idea de normalidad, a una vida que se ve inmediatamente afectada por una mirada de extrañamiento, de terror y de rechazo; sin embargo, el monstruo, a pesar de estar atado a su aparente deformación, en algún momento se libera, sale a la luz para encontrar su camino. Para infringir todas las reglas. Y en ese momento llega la catarsis. Muchas veces, en la supuesta regularidad de nuestra vida albergamos monstruos, cosas que no podemos ver o no podemos aceptar, pero que son como una segunda naturaleza, más salvaje, más descontrolada, o bien sólo con otros códigos que rompen con el sistema establecido. Son los habitantes de la sombra, y aunque pretendemos huir, cada vez estamos más fascinados por ellos, y por tratar de ver, con la mano entreabierta sobre los ojos, aquello que nos asusta, lo que nos hace “morir de miedo”, pues en esa catarsis está la posibilidad de una suerte de “nueva vida”. Y para ello el mediador, como bien lo había comprendido Vicino Orsini y sus contemporáneos, es el arte lo que nos da la distancia necesaria para ver la cara del “horror”, que fija la imagen y al mismo tiempo le da una ligereza, un movimiento sutil que trasluce el esplendor de esos seres mestizos, de verdaderos semidioses.  


El jardín de Bomarzo nos recuerda que siempre somos viajeros en esta vida, que ese agradable paraje es un espacio sagrado donde suceden más cosas que las que están a la vista: puede ser tal vez un paraíso, pero hay otros procesos ocultos. Orsini, alejado de la guerra, concibió el jardín como un sueño, como un lugar de encuentros simbólicos, acompañado de presencias y epígrafes para ofrecer claves en cada una de las paradas en este viaje de reflexión. Arriba la pirámide etrusca, ofrece una visión superior, como la colina del Dante, que busca purificar el alma, y más abajo esa boca del infierno, donde “Ogni pensiero vola”, donde desaparece todo pensamiento. Al atravesar ese umbral nos vamos a otro lugar, a unas vísceras simbólicas en donde entramos en un proceso de digestión, de metabolización de nuestro pasado que está lleno de cargas, para dejarse fluir por un mundo lleno de maravillas.


El ser humano constantemente busca conectarse con su origen, con lo que es como especie: enfrentado a las dualidades de la existencia, la complejidad resultante que es lo que al final nos permite crear otras realidades. Hay otras dimensiones sagradas que son infinitas frente a los límites de la mente humana. Un jardín poblado de tantos seres mitológicos proyectados por el espíritu nos muestra que el humano se queda limitado sin lo divino. Y tal vez debamos decir que estar frente al arte no es algo inocuo: es una apertura en el tiempo en donde nosotros también nos volvemos los personajes de este bosque encantado que nos obliga a mirar con otros ojos nuestra propia historia. Así que, igual que Ulises, no podemos sino hacer un largo periplo en busca de nuestros aspectos trascendentales. Es necesario irse para poder volver. Se requiere hacer el viaje del héroe, atravesar todas las etapas del jardín (que también es un espacio inconsciente en nuestro interior), primero para conocer, y luego para reconocernos entre esas otras existencias mitológicas fugaces con el fin de entender el valor y la necesidad de la transformación, de la necesidad de entrar por las fauces del inframundo para que entre la luz.

 
 
 

2 Comments


Paco Mendoza
Paco Mendoza
Jul 20, 2024

Comentario bien interesante, como tuyo. La leí hace muchos años, pero aún recuerdo (en este interludio albaceteño) cómo me impactó la novela de Mujica Lainez.

Besitos

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gvallejocervantes
gvallejocervantes
Jul 20, 2024
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Si, la novela es apasionante!! De muchas maneras, seguimos siendo hijos del Renacimiento. Muchas gracias, Paco!!

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