El manuscrito mestizo o una historia de espías
- Gabriela Vallejo
- 28 oct 2023
- 9 Min. de lectura
Actualizado: 29 oct 2023

Manuscrito Voynich en la Biblioteca Beinecke de Yale.
Un texto manuscrito tiene una naturaleza única, individual, que también tiende a ser fugitiva: pasa de mano en mano, a veces con velocidad, gracias a la ligereza y adaptabilidad del papel que logra franquear fronteras. A pesar de todos los obstáculos, atraviesa montañas y mares, e incluso continentes: su ritmo es el de la libertad, y sus posibilidades las de la completa trasformación, pues puede ser copiado integrando nuevas informaciones, llegando a crear algo nuevo. Y a veces, el resultado puede eludir la comprensión de los lectores. Este sería el caso de uno ellos que, sin embargo, desde su redescubrimiento sigue ofreciendo más preguntas que respuestas: no se conocen sus orígenes de manera cabal, y hasta ahora todo son teorías, pero es tanto su trayectoria como las claves que lo van develando, lo que lo convierte, paradójicamente, en un enigma.
El códice Voynich, es uno de los exponentes más claros de un manuscrito misterioso. Apareció por primera vez en el mercado en 1912, a través del librero polaco-húngaro afincado en Inglaterra, Wilfrid Voynich, que trataba de venderlo sin saber lo que había encontrado. Este comerciante y bibliófilo, que tenía amplios conocimientos de química y farmacia, de inmediato se dio cuenta del valor de esta obra que estaba dentro de un lote de libros antiguos que había adquirido a bajo precio en el colegio jesuita de Villa Mondragone (en Frascati), una propiedad que llevaba dentro de su linaje el haber pertenecido a la familia Borghese y a varios papas hasta el siglo XVII. Y su biblioteca habría estado a la altura. Para esos años antes de la guerra, Voynich ya era un próspero librero que vendía en su tienda del Soho Square de Londres libros raros y antiguos, y tanto él como su mujer Ethel, novelista e hija del matemático George Boole, fueron los primeros que trataron de comprender lo que tenían frente a los ojos.
Nada más pasar las manos por ese palimpsesto, por esas hojas en pergamino de distintos tamaños, comienza a notarse la reutilización de una fina vitela blanda, un material muy preciado para la escritura que, según los análisis científicos más actuales, sería de principios del siglo XV, y que había vuelto a la vida con toda probabilidad en un lugar muy lejano de su primera procedencia. Lo que debió atraer a Voynich era primeramente esa riqueza pictórica, que mezclaba la horticultura, la astronomía y el zodiaco, con imágenes referentes a la cábala y a representaciones mágicas, acompañada de una escritura compleja imposible de entender. Se trata de un texto cerrado, destinado a quien pueda descifrarlo. Así que estaba ante un libro de secretos, según la tradición medieval, que para comprenderlo aún hoy, hay que ir haciendo un viaje hacia atrás en el tiempo, a partir de las distintas paradas que sabemos que ha hecho este manuscrito.
Esta es, sin duda, una historia de imágenes que nos habla de política imperial, que en el trasfondo implica bibliotecas, conventos, artistas, científicos, barcos, piratas y monarcas. Y en un mundo de tensiones y una búsqueda de saber sin fronteras entre las potencias europeas, sobre todo alrededor de las riquezas de la Monarquía hispánica, los espías entraron constantemente a escena. Las averiguaciones primeras de Voynich y su mujer llevaban a una carta escrita por Johannes Marcus Marci (a cargo de la biblioteca de Rodolfo II, rey de Hungría y Bohemia y médico de Fernando III) dirigida al jesuita alemán Athanasius Kircher y fechada en 1665, en la que refería que este libro había pertenecido al emperador Rodolfo II, por el que se había pagado 630 ducados. Y esa información apuntaba a John Dee, el célebre alquimista inglés, que había recibido esa cantidad de dinero mientras huía de la corte de Bohemia con el nigromante Edward Kelley, probablemente por la venta del libro. Tanto Dee como Kelley habían ofrecido sus servicios al rey de Bohemia y Emperador del Sacro Imperio como intermediarios en la comunicación con los ángeles, buscando en contrapartida su patronazgo político y económico. Los “jeroglíficos” que formaban parte del manuscrito sólo podían ser descifrados por unos pocos, con lo cual los especialistas eran tan codiciados como los manuscritos. Y en algunos casos, en esa lucha por poseer ese conocimiento en exclusiva, algunos terminaban en el calabozo, como fue el caso de Kelley en Bohemia, del que logró escapar a duras penas. Así que, entre cortes y mazmorras, las informaciones se movían también en todos los sentidos, convirtiéndose muchos de estos sabios en verdaderos espías, pagados por los propios monarcas.
Al parecer, John Dee, como matemático y astrólogo de la corte inglesa, estaba muy calificado para cumplir con esa fina tarea: como espía que estaba al servicio de Su Majestad Isabel I, su nombre en clave en los mensajes cifrados era 007, pequeña referencia que atravesaría los siglos… Por un lado, su erudición en filosofía natural lo hacía un consejero idóneo para una reina que buscaba, como otros gobernantes de su tiempo, cómo la alquimia podría transformar metales en oro, además de la producción de elíxires con poder curativo. Cabe recordar en este contexto el círculo esotérico que Felipe II había reunido en El Escorial (además de su farmacia y su laboratorio de destilación), explorando las posibilidades que la alquimia podía ofrecer para su política de Estado (en ese momento Felipe II tenía en la corte al alquimista romano Marco Antonio Bufale, quien trabajaba bajo vigilancia), y también se insistía en la importancia de la herbolaria (especialmente la relacionada con América) para todo tipo de remedios. Y siempre relacionados con la política imperial, tampoco podían soslayarse los conocimientos de la astrología para los progresos de la navegación, conocimientos con los que Dee había apoyado a su reina en los enfrentamientos de 1588 con la Armada Invencible.
Así que, en una época de revuelo, nada más jugoso que el misterio para movilizar a las cortes europeas alrededor de un manuscrito, cuyos orígenes parecían apuntar hacia la Nueva España. En el siglo de los descubrimientos, el asombro se volvía información. La pista nos la da el catálogo de herbolaria tan detallada que contiene, que hoy día, gracias a botánicos de varios países (cuyos análisis llegan incluso a los exámenes de laboratorios en Australia), se habrían identificado 37 plantas (entre ellas el girasol y el capsicum, el chile), además de minerales y animales oriundos del Nuevo Mundo. Esas pistas nos transportan hasta México Tenochtitlan, la capital del reino de Nueva España, y a uno de sus laboratorios de investigación etnográfica y de filosofía natural más importantes en ese momento: el convento de Santa Cruz de Tlatelolco, donde las élites indígenas aprendían latín, y donde esa primera generación de hablantes de español y náhuatl se empleaban en recoger el conocimiento de sus abuelos.
A partir de ahí, la relación más clara que se establece es con el códice De la Cruz-Badiano (1553), un herbolario sobre las plantas medicinales americanas escrito en náhuatl por los indígenas Martín de la Cruz y Juan Badiano (y traducido por el hijo del virrey de Nueva España, Francisco de Mendoza), que contenía información sobre la curación médica a través de las plantas. Una segunda posible relación sería el manuscrito resultante de la expedición del protomédico de Felipe II, Francisco Hernández (1571-1573) que integraba las averiguaciones sobre flora y fauna americanas, que durante tres años había recogido Hernández, recorriendo el reino hacia el sur, hasta lo que hoy es América central, acompañado de indios expertos en botánica y medicina, y de tlacuilos para las imágenes. El acervo que custodiaría ambos manuscritos, al menos por un tiempo, era la Biblioteca del El Escorial.
En cualquier caso, la Spanish connection nos llevaría al mismo Rodolfo de Habsburgo, sobrino de Felipe II, quien se había criado muy próximo al rey junto con su hermano Matías desde 1564 hasta 1572 (donde habría podido tener acceso al acervo de El Escorial), manteniendo en su regreso a Praga contactos muy cercanos con la corte española. Aunque para llegar al códice Voynich tampoco se puede soslayar otra ruta en la misma época, esta vez por mar, en la cual el códice podría haber llegado a Inglaterra a través de Francis Drake o de otros piratas que habrían interceptado el cargamento hacia España, y después el manuscrito habría pasado de Inglaterra a Bohemia.
En ese tiempo, las cortes eran grandes vórtices que atraían a los mejores artistas y científicos, en donde la información iba de la mano del misterio. En un momento dado, en la corte de Rodolfo II se encontrarían no sólo John Dee y Edward Kelley, sino también Giordano Bruno, Tycho Brahé y Johannes Kepler. Toda la inteligencia que el patronazgo económico podía concentrar. Y en el ojo de esta búsqueda de información competitiva, la vastedad y la riqueza de los territorios de la Monarquía hispánica se mantenía siempre en el imaginario gracias a los relatos de El Dorado y una nueva tierra poblada de amazonas.
Así que una vez que el manuscrito llegó a la corte de Rodolfo II, era posible que el único que podría penetrar en sus secretos sería el verdadero 007, el mismo Dee, que educado en Cambridge y que como “filósofo de su Majestad”, podría entender la relación entre las cosas del Cielo con las de la Tierra, sobre todo en un momento en el que el descubrimiento de nuevos territorios ponía en crisis lo que se sabía del mundo según los textos antiguos. Las religiones que se oponían y chocaban entre sí no lograban encontrar un camino unívoco, y Dee, entre otras cosas, buscaría encontrar el camino de entendimiento entre esas visiones religiosas en apariencia irreconciliables, encontrando una clave universal. Para ello trataría de usar sus propias conversaciones con los ángeles para entender la “verdadera cábala de la naturaleza”. El códice, de alguna manera, enlaza las cortes más importantes de la época, cada una intentando por un lado entender mejor el mundo de su época, en continua expansión, y por otra, conocer los secretos que les permitirían tener una hegemonía sobre los reinos vecinos, en donde todas las armas, incluso aquellas en papel, eran de vital importancia.
El códice Voynich parecía apuntar en esa dirección: se trataba de un manuscrito que conjuntaba lo que parecía ser la descripción detallada de plantas y animales desconocidos, dentro de un nuevo conocimiento, tocando, a través de otras imágenes, aquello que ya se sabía de cosmología y cábala, pero tal vez aportando nuevas revelaciones. Estamos, pues, frente a un manuscrito mestizo donde se hace una integración y una transición del conocimiento antiguo construido en una cadena de referencias y de experiencias químicas y botánicas, desde el mundo romano hasta el saber del mundo árabe de la Edad Media, que ahora se integraba en esa amalgama de fuerzas del Renacimiento que entendían que incluso las ninfas, como las del códice Voynich, pueden bañarse en los estanques del Nuevo Mundo.
El secreto estaba en entender las lenguas, las de los ángeles y las de los hombres, para comprender lo que las lenguas muestran y esconden. Esa preocupación de los antiguos y de Edad Moderna por las lenguas divinas y humanas sigue siendo el principal obstáculo para la comprensión del manuscrito: no se sabe del todo en qué lengua ha sido escrito. Tal vez esa fue la razón por la que Dee acabó dejando el códice en su veloz huida de Bohemia. Hasta ahora sólo hay suposiciones de que se trata de una escritura cortesana, con algunas letras y secuencias de letras que parecerían indicar palabras en latín, español y náhuatl, con grafías que podrían revelar símbolos alquímicos. Para su reconocimiento se han empleado las técnicas de desciframiento más modernas, incluyendo las de Agencia Estadunidense de Seguridad Nacional, para, por lo menos, asegurar que se trata de una lengua y no de un código.
Tal vez una de las enseñanzas del códice Voynich es, por un lado, la humildad de la investigación, que ha requerido de todo tipo de esfuerzos conjuntos, de especialistas del todo el mundo, para ir descifrando las informaciones que ofrece este códice. Por otro lado, nos permite la constatación de que todavía quedan muchas incógnitas para conocer mejor la complejidad de tiempos que nos son cercanos, como los de la Edad Moderna, y los contextos tan diversos en los que ha abrevado la filosofía natural de hace apenas unos siglos. Si pudiéramos leer esta escritura todavía desconocida, tal vez descubriríamos, si éste fuera el caso, cómo los indígenas del convento de Santa Cruz de Tlatelolco (y ahora incluso se considera también como autor de las imágenes al pintor-tlacuilo indígena del convento franciscano de Tecamachalco (Puebla), Juan Gerson), se apropiaron del pensamiento naturalista, alquimista y cabalístico del siglo XVI, generando una versión distinta, mestiza, más próxima a su mundo, en un momento de profunda aculturación.
En realidad, el conocimiento no deja nunca de moverse, y los libros, a veces custodiados en bibliotecas conventuales, universitarias o privadas (cómo la enorme biblioteca personal de John Dee), escapan para vivir nuevas vidas. Nos parece paradójico que Wilfrid Voynich, de origen húngaro-polaco, encontrara en Italia un manuscrito que había pasado por su Hungría natal algunos siglos antes, y una vez en su poder pudiera regresar con él de nuevo a Londres (donde tal vez había formado parte del acervo de John Dee en el siglo XVI), y de ahí a América, haciendo el camino inverso, hasta encontrar refugio en los fondos de la Biblioteca Beinecke de Yale. O sea que, el manuscrito, de alguna manera, no puede dejar de obedecer a su naturaleza, de moverse o incluso de volver sobre sus propios pasos, a la búsqueda de nuevos lectores y nuevas interpretaciones.
Fascinante! Una extraordinaria expresión de universalidad, reseñada por una pluma mágica y sagaz! Gracias Gaby!!
Fascinante el códice, como bien dices con más preguntas que respuestas, y me encanta que anduviera por medio un Francisco de Mendoza...