El laberinto interior
- Gabriela Vallejo
- 2 abr 2023
- 7 Min. de lectura

Catedral de Chartres
Para Juan Carlos Ruiz Guadalajara, fortis inter fortes
¿Qué significa, a lo largo de la vida, estar perdido? ¿Y qué es encontrar la salida? ¿Existe verdaderamente una salida a ese sentimiento de desasosiego, de noche perenne, de luz que huye siempre hacia las sombras que se albergan en el interior? En realidad, no sabemos si hay un fin a la lucha que entablamos con nosotros mismos, nuestro gran adversario. Desde ahí, desde ese punto de confrontación, de éxito y derrota, es que hemos imaginado todo tipo de laberintos, a partir de los reveses de un viaje que, por momentos, nos parece incontrolable, y a veces indescifrable. Y lo que puede darle sentido no es un hombre, ni siquiera Zeus trasvestido en toro, sino el hijo de la fuerza y el engaño que genera una verdad: el Minotauro, una criatura con una doble naturaleza, la del instinto brutal y la de la fineza del espíritu que ha depurado el dolor. El minotauro que se ve en los ojos de Teseo y de Ariadna por igual. Es la presencia de la rabia escondida tras el miedo, tras los deseos frustrados, tras el velo de lo prohibido; porque, al final del día, el laberinto es aquello que fabricamos para contenernos, para protegernos, esconder de nosotros mismos aquello que no queremos ver, nuestro deseo de algo distinto, el deseo de nuestro ego de ser más grande o de expresar una cólera incontenible por los pasados llenos de dolor. El ego mismo es nuestro laberinto.
En ese tipo de fuerzas se delinearía la idea del laberinto en Knossos, en la rabia de Minos, creando algo que sólo Dédalo podía franquear. Algo construido por el hombre para esconder dentro lo que más lo asusta, lo que más desprecia o lo que más desea. Sin embargo, caminar dentro del laberinto también es una manera de hacer ese viaje por algo desconocido o temido, y al encontrar el centro, se encuentra el punto de ignición para liberar lo oculto, para encontrar la salida a años y siglos de oscuridad. El laberinto es pues, la infinidad de posibilidades que tenemos para entrar y salir de las situaciones y tomar otros caminos de vida, sin saber nunca cuál es la forma de la estructura que habitamos. El laberinto es nuestra propia trayectoria, y la de nuestra cultura, que a veces forma círculos concéntricos. Y para llegar al centro de nuestra historia, o de las civilizaciones que nos conforman, debemos evitar el instinto de la huida, pues eso nos interna más en los callejones sin salida; debemos atrevemos a mirar en la oscuridad y seguir por ese camino, aun cuando sea con el corazón latiendo a toda velocidad. Y lo que encontramos siempre es increíble, inverosímil. La luz siempre es distinta y difícil de describir. Pero es el hilo que nos sigue llevando a comprender lo necesario de todos esos pasos y desviaciones, pues sólo ahí, en lo que parecería no tener sentido, es que se puede ganar una verdadera perspectiva.
Es así que todos los laberintos se parecen siendo todos tan distintos. El de Knossos es el más emblemático, es nuestra primera referencia cultural, tal vez gracias al Minotauro, tan acogido y representado, y que no deja de interpelarnos en lo profundo. Luego otros han acompañado nuestro paso. Tal vez hayamos tenido la fortuna de entrar a uno en un jardín, en donde en un espacio completamente cuidado hay una estructura vegetal que se cierra a la vista y que invita al viaje. Al entrar sabemos que transitar implica una entrega al camino, a dejarse llevar, a dejarse sorprender con el miedo de perderse. Pero también es un juego dirigido por la curiosidad, que trata de no cejar ante los pasos cerrados, hasta que se encuentra el centro y luego hay que adivinar o recordar los pasos que nos llevarán fuera. El poder perderse en un jardín evoca el bosque, la naturaleza que siempre intimida, y que no deja de tener, incluso en los espacios más conocidos, un aspecto más sombrío, desconocido, inquietante. Freud hablaba de unheimlich, de esa palabra que describía cómo lo más familiar puede dar un vuelco hacia algo amenazante, como la muñeca que parece moverse cuando la miramos por el rabillo del ojo. Así que el laberinto es una invitación a algo que quiere ser desentrañado, algo que puede tener un elemento conocido, pero que requiere también de nuestras habilidades para aceptar lo nuevo e inquietante, para fluir por una estructura que nos impulsa a salir de nuestro espacio cotidiano de seguridad y encontrar nuevas respuestas.
Todo laberinto es tan complicado como nuestra mente lo pueda imaginar. Está hecho para fabricar un misterio, para que, donde quiera que esté, le permita al observador comprender que es un espacio en varias dimensiones, incluso si está pintado en un muro, o si se despliega en el suelo de una catedral. En realidad, es una llave, y en este sentido, ha buscado representar distintos tipos de puerta a lo largo del tiempo: uno de los más antiguos podría estar en una cueva de Trapani, pintado hace más de cinco mil años. Una estructura aparentemente simple significa más, y nunca lo mismo para dos personas, y sin duda atrapaba al hombre de la Edad de Bronce tanto como a nosotros en un puzzle, un rompecabezas o una historia que al dibujar sus líneas sobre una superficie, provee ya las pistas para su sentido.
Para algunos estudiosos del laberinto, como David McCullough, éste puede prefigurar casi toda creación humana, incluso las ciudades, que se van construyendo a partir de un centro, una idea, de una intención de democracia y de ideales que van creando calles y líneas de fuga. Pero, debido a una evolución constante, el cambio crea laberintos, ciudades en guerra, ciudades abandonadas, ciudades que no conocemos y que nos desafían, o en las que, por renovaciones tajantes, perdemos nuestros puntos de referencia. Es por ello que, si en el marasmo de la vida cotidiana puede desaparecer la idea de centro, de camino y de salida, algunas iglesias o templos albergan laberintos que ofrecen la conciencia de la perspectiva. Igual que Minos siempre está en nuestra mente, por otro lado, también está la catedral de Chartres, cuyo laberinto, realizado alrededor de 1220, se encuentra en su propio corazón, y nos interpela, nos mira para atraernos hacia ese espacio sagrado. Tal vez, al final, todas estas imágenes concéntricas sean un espacio sagrado, pues es siempre un camino interior, hacia quienes somos en lo profundo.
Para empezar, en ese recinto gótico inmenso nos aborda una especie de reflejo entre lo que está arriba y lo que está abajo. Los tonos rojizos y azules del vitral tamizan la luz que entra desde los ventanales para caer en la piedra pálida de la catedral, y luego dispersarse por el negro de las líneas volcánicas del diseño del laberinto. Y en el centro una suerte de flor sagrada, o una suerte de fortificación ganada en otro mundo. Al parecer, representa la Jerusalén celeste, una dimensión más perfecta, a la que se llega después de un camino, que en este caso corresponde a diez círculos concéntricos, y era una manera de recorrer el camino a Tierra Santa, cuando no se podía hacer la peregrinación, y en un momento en que las cruzadas pretendían salvar la Jerusalén terrestre de los enemigos de la Fe. El rosetón y el laberinto tienen exactamente el mismo tamaño: es así como éste se proyectaba hacia el cielo, en un mundo de correspondencias, en continua conversación para quien sabía mirar.
Al final, todo laberinto es una especie de juego. Hay algunos, como el de la abadía de St. Bertin, en Saint-Omer, que se presenta como un cuadrado lleno de geometrías, con distintos planos en su interior, como si se pudiera penetrar en varios niveles gracias a la óptica, desembocando en una cruz que parte del centro, en un altar, como una catedral simbólica, o un camino de fe, lleno de callejones. Un itinerario de vida, sorteando los peligros del alma y del cuerpo, para ganar la llegada al centro, y tal vez, en una última instancia, la salida se encontraba en la muerte, con un camino hacia la perfección del alma, hacia un Paraíso tan largamente soñado.
Laberinto, prisión del cuerpo, liberación de cuerpo (que también es una catedral) y alma, salvación. Todo empieza con una palabra, con ese labrys que era el hacha doble de Minos, pero en la representación de cada uno de ellos, se van creando cadenas e ideas que los ponen en relación, que crean una suerte de genealogía. De la idea misma de complejidad se crearon desde la Edad Media los laberintos filosóficos, de esos lugares textuales que buscaban conocer o resolver un problema, o bien, en donde se atravesaban círculos, como lo había hecho Dante, hasta poder llegar a un Laberinto de Fortuna, en donde Juan de Mena iría surcando el tiempo acompañado por la Providencia.
¿Qué nos dice, pues, esa estructura que nos salta al paso constantemente? Sobre todo, representa nuestra propia complejidad, ese amasijo de ideas y situaciones que parecen no tener solución a primera vista, pues ya no caben en una estructura de hábitos y soluciones dadas que ha llegado a agotarse. Se requiere algo nuevo, una nueva construcción, una nueva creación, conocer otras esferas que, paradójicamente, están en el centro del laberinto y no fuera de él: en esa vuelta hacia adentro hay claves que todavía no sospechamos. Pero el laberinto también requiere valor, coraje para enfrentar el Minotauro, y compasión para ver la transformación de su verdadera naturaleza, el niño pequeño que proviene de mundos aparentemente irreconciliables, pero que en realidad es la creación de algo superior, de una asimilación de culturas y de mundos. Para mí, la solución a este enigma es el hombre toro, es la respuesta de lo híbrido, de algo detestado que, sin embargo, guarda dentro una enorme fuerza y una verdad profunda de orígenes difíciles de conciliar, de aparentes opuestos que al unirse crean algo único. La respuesta es conocer al Minotauro, escuchar sus secretos, abrazar sus contradicciones. Sólo así el hombre fuerte que es, que somos, logrará salir del laberinto.
Muchas gracias, querida Gabriela, por esta visión del laberinto en el que todos andamos atrapados. Nada mejor para despertar del sueño de una mañana de domingo primaveral en el Tlalpan colonial que estas excéntricas reflexiones sobre el laberinto que somos.
AR
Recuerdo que me fascinó cuando vi por primera vez in situ el laberinto de Chartres, sobre todo después de leer El nombre de la rosa. Sigue escribiendo cosas con enjundia.
Besos