El laberinto del olfato: nuevas pistas para viajar en el tiempo
- Gabriela Vallejo
- 16 oct 2021
- 9 Min. de lectura

A veces hay presencias que están ahí y nos acompañan, que penetran en nosotros y nos cambian, sin que nos demos cuenta. Sin embargo, dejan rastros que antes o después entran a nuestra conciencia, y entonces empieza la búsqueda de las huellas de nuestro pasado o de elementos sutiles que han construido nuestra memoria y nuestras sensaciones. El olfato es un sentido de una increíble riqueza, tan sutil como persistente porque traduce estructuras, alfabetos y lenguajes a veces olvidados. El olor es como una nube que pasa pero que no desaparece. Queda en algún lugar, en algún rincón oculto de nuestro cerebro, o en algún vestigio olvidado, donde se registran no solo cosas vividas, sino aquellas que hemos heredado y que son presencias fugaces.
Desde hace muy poco me he quedado enfrascada en el misterio de Taputti-Belatekallim (Belaketallim significa "supervisora de palacio"), la perfumista del palacio real de Babilonia que vivió hace 1,200 años, y que elaboraba, junto con otra mujer, su ayudante Ninu, todas las esencias necesarias al esplendor de la corte. Gracias a su presencia en ese mar de tablillas de escritura cuneiforme, podemos imaginar el olor que arropaba las ceremonias políticas, los tratamientos médicos y los rituales cotidianos, como ungir con perfumes a los iconos albergados en los santuarios. Todo esto parece olvidado, pero permanece, porque los olores son las raíces y las ramas y guardan la pista de dónde venimos y hacia dónde vamos, según nuestra evolución histórica. Los olores son los agentes del tiempo.
Los olores no permanecen estáticos y tampoco nuestro sentido del olfato. Según la historiadora de la ciencia Diane Ackerman, respiramos 23,040 veces al día, lo que percibimos por nuestro bulbo olfativo se va adaptando a nuestras necesidades en cada época de nuestra vida. Desde el inicio de la humanidad se ha creado una memoria ancestral, que no cesa su paso hacia un futuro que, de alguna manera, ya nos pertenece. Pero nuestras preferencias están ligadas a nuestra historia. Todos hemos nacido de cruces, de culturas que han mirado con terror y fascinación a otras, y que se han llevado sus genes y sus tradiciones, sus olores, sus recelos y sus placeres. Y ahora seguimos llevando en nosotros el valor de esas encrucijadas y de esa riqueza, aunque muchas veces algunas corrientes políticas quieren privilegiar unas culturas (o maneras de ver el mundo) sobre otras, o nos quieren hacer renunciar a ellas (con un cierto olor persistente a Inquisición), y dada la evolución de la conciencia histórica, diría que incluso de una manera más obtusa que la anterior: no se puede abjurar del pasado, borrar los genes, destruir el tiempo. Dentro de la complejidad de nuestro ser, somos herederos de los caminos de todo el mundo: llevamos todavía sobre la piel el sudor del mamut y los inciensos más fuertes de la ruta de las especias. Gracias a los olores, hemos recorrido todas esas distancias y hemos descubierto el secreto: la mezcla de elementos, la apertura de nuevas puertas, un mestizaje inevitable con todos nuestros ancestros.
Los aromas están relacionados con el tiempo: solo existen por un momento. Es algo en tránsito, porque el olfato siempre está relacionado a la percepción y a lo que el olor sugiere en un momento dado. Por ello, son máquinas del tiempo (tanto como la famosa madalena de Proust) o quizá más: define un solo instante o toda una época. Dejan huella y se pueden recrear. Según la investigadora en neurogenética Leslie Vosshall, los seres humanos podemos detectar más de un billón de olores, y eso a pesar de que estamos lejanos del rango que tienen otros mamíferos, como los felinos. ¿Pero cuántos de ellos podemos realmente identificar? A pesar de que los homínidos como el homo ergaster o el homo erectus necesitaran más del olfato para sobrevivir, al parecer el homo sapiens tiene bulbos olfativos de mayor tamaño, ampliando el rango de percepción. Nos enfrentamos por tanto a una verdadera tierra desconocida.
En esta búsqueda por atrapar olores, me ha caído en las manos un libro asombroso, no solo por lo que cuenta, sino por lo que pregunta, desatando la imaginación y la curiosidad desbocada. Federico Kukso, en su libro Odorama, tiene la inteligencia y la sensibilidad (o acaso ambas sean la misma cosa) por hacernos viajar desde el inicio de nuestra prehistoria hasta los vehículos espaciales que atraviesan el universo, haciéndose las preguntas más inverosímiles: ¿Cómo olían los dinosaurios? ¿Y los antiguos egipcios? ¿Qué aromas flotaban en los mercados atenienses, en las orgías romanas, en las estrechas calles medievales, en los pasillos del Palacio de Versalles, en los banquetes de Moctezuma? ¿Cuándo se pensó que los olores desagradables podían transmitir enfermedades? ¿Cómo huelen el espacio y la Estación Espacial Internacional? ¿Cuál es el futuro del olor? Su magnífica obra le sigue la pista a todos estos paisajes olfativos.
Hoy día los perfumeros y científicos se hacen también esas preguntas y tratan de imaginar o de conjurar las respuestas: desde las fragancias o los miasmas que han flotado en las ciudades o el tufillo de los asientos en el transporte público hasta el olor de las pieles en contacto. O algo tan fugaz como el aroma del pan en tiempos de la Revolución francesa, gracias a las extraordinarias velas de Cire Trudon (cuya casa se funda en 1643) o incluso el olor de la Luna. En cualquier caso, las preguntas que podemos hacernos a veces son extravagantes y siempre se relacionan con nuestro horizonte de interés u obsesión (donde yo no puedo negar la cruz de mi parroquia), por ejemplo: ¿a qué huelen diferentes momentos de la historia? ¿Cuáles serían los olores durante la conquista de México, a qué olerían los españoles y a que los mayas y los mexicas y sus ciudades? Para los que transitamos frecuentemente por esos caminos, no queda sino imaginar el olor del mar, la sal, la madera, la brea de los barcos, las velas quemadas que dejarían el ungüento de la cera esparcido por las paredes y en las pieles de los hombres, curtidas de sol, sal y sudor. Y así bajaban de los barcos, con las ropas de meses, con hedores que se mezclaban con los de sus caballos y sus perros, con los que habían convivido durante todo el trayecto. Y quizá ese fue el primer choque, la primera diferencia, con los señores mayas y luego mexicas que llevarían el olor de sus baños, de sus cocinas y braseros de carbón, de sus sahumerios con incienso que delataban su personalidad real y divina.
Así que, en ese cruce de mundos de la primera globalización del planeta (según el buen decir de Serge Gruzinski), se encontraron los olores corporales con los olores del viento, del incienso y de las hierbas. En el caso de los mexicas, el cuerpo era parte de un ritual de limpieza, pero también de sacrificio. El incienso era el intermediario, el aire que tocaba las cosas era el preámbulo que se materializaba en el cuerpo del sacrificado y luego se solidificaba en el olor de la sangre. Esta era la otra cara de la moneda. Bernal Díaz del Castillo habla del hedor de los templos rociados con sangre humana, y también debía ser especial el olor de la piel del desollado que se ponía el sacerdote al revés, de modo que las bolitas de grasa se veían por fuera. El cuerpo era algo sagrado, simbólico, cuidado, o bien, abierto y despedazado ritualmente para convertirse en el cuerpo social, en el grupo que se beneficiaría de la protección divina. Allí, sin duda, en las guerras floridas, en los sacrificios de miles de personas y en los sacrificios personales flotaban las exhalaciones del dolor y del miedo, hasta el límite punzante de la adrenalina. Serían los sacerdotes cristianos los que harían el puente, comprendiendo demasiado bien la idea de sacrificio, y usando los sahumerios y añadiendo nuevos elementos, que luego los religiosos de la orden de San Juan de Dios usarían también en sus hospitales, como se había hecho en Europa contra enfermedades y pestes. Los olores se apoyan en rituales y en creencias que se transforman de una cultura a otra: rituales ligados al agua de temascales, esos baños de vapor aztecas, y de cenotes, de flores y plantas, de tabaco y marihuana, que permitía a las mujeres parir sin dolor.
En realidad, todos los encuentros de mundos acaban añadiendo algo a la riqueza de la experiencia humana. De Europa a América también han llegado otros perfumes y especias (originarias de Asia) que condimentaban nuevos guisos, combinándose con los chiles, la vainilla, el maíz, el tomate y por supuesto, el chocolate. La nueva “sangre” que alimentaba la sangre, con ese color ocre profundo que había pasado de alimento sagrado a pasión inmoderada. Entre conquistas comunes y pervivencia de rituales (en continua transformación), la búsqueda siempre ha llevado hacia nuevos sabores y olores, dos sentidos tan relacionados. Y por supuesto, tanto como el chocolate, el café y su olor, que llegaba desde África, desde Abisinia, que también conquistaría Europa, y luego los otros continentes, con tanta fuerza a partir del siglo XVII. Ha sido a través de esos caminos, a veces violentos, pero siempre complejos, que se han unido las cuatro partes del mundo.
Con el tiempo, que parece acelerarse a cada paso que damos, estamos inmersos en una superpoblación de olores y de perfumes, desde hace menos de un siglo muchos de ellos sintéticos. En nuestra pasión de percibir y conservar, queremos poder copiarlo todo. Estamos obsesionados por las esencias que queremos capturar en donde quiera que se encuentren, como el personaje de Süsskind en El Perfume: desde la piel femenina, a la de los bebés recién nacidos (que parece que resulta embriagante para las mujeres), el olor del hogar, de la hierba verde, de la lluvia, de la tierra mojada, de macarrons y té, del papel couché (copiado por Paper Passion), de los libros antiguos o de la plastilina (inventada en Bath) que nos lleva directo a la infancia. El olor del placer, el olor del dolor, del miedo, del moho de la soledad de los espacios enormes, dentro o fuera de nosotros. Todos los olores del mundo. Y lo que hemos aprendido es que aún lo apestoso puede ser muy atractivo, tan repelente como delicioso. Es tan solo una consideración cultural. Como el arenque fermentado para los suecos (surtrömming), o para los franceses (y otros amantes de los quesos), el Camembert, el Époisses de Bourgogne o el Pavin d’Auvergne, olores tan cercanos a la putrefacción o al sudor, que a pesar de que pueden generar una reacción de asco, también se abren camino hacia el placer.
Eso sucede porque en realidad no hay fronteras. Dado que los olores funciones como bancos de memoria y asociaciones que abren puertas sensoriales, estamos, en pleno presente, frente al futuro del olor, aquello que todavía no hemos aprendido a percibir. Aquello que solo imaginamos a partir de ciertos indicios, de ciertas experiencias únicas que tratamos de reproducir. Desde hace unos años, la NASA está tratando de poder aislar los olores percibidos por los primeros astronautas. ¿A qué huele la Luna? La Luna es nuestra primera gran interlocutora, aquella que vemos a la distancia, como una diosa protectora y que, a pesar de las exploraciones, no acabamos de entender del todo. El olor de la Luna parte de un estupor: cuando regresaron los miembros del Apollo 11 a su nave, se dieron cuenta de que sus trajes tenían un olor fortísimo e invasivo, como si se les hubiera pegado restos de pólvora. Cuando las rocas que llevaron fueron analizadas en la Tierra se dieron cuenta de que había importantes concentraciones de hierro, calcio, magnesio, olivino y piroxeno y sobre todo dióxido de silicio proveniente de los meteoritos que habían impactado en la superficie lunar. Sin embargo, ninguno de esos elementos daba el olor a pólvora (producido por la nitrocelulosa y nitroglicerina, ambas de moléculas orgánicas), y lo que era más sorprendente era que las rocas lunares analizadas en el laboratorio no tenían ningún olor. La pólvora había desaparecido. Sin embargo, varias instituciones, europeas, americanas y japonesas han seguido tratando de sintetizar el olor del espacio en raras fragancias. Tal vez porque imaginar crea un vínculo más fuerte con las cosas y con las esferas que pretendemos alcanzar.
El espacio sigue dándonos pistas, cada planeta con un olor característico según su propia historia: Venus con un olor a azufre o huevos podridos por sus gases volcánicos; Júpiter con olores a hidrógeno y helio que para nosotros todavía son imperceptibles, con tintes de amoníaco, hidrocarburos (como los gases de los automóviles), sulfuro de hidrógeno (de materia en descomposición), fosfina (olor a ajo) y cianuro de hidrógeno (el famoso veneno de almendras amargas). Los cometas llevan en su composición un olor a huevos podridos que cruza el espacio, un olor de putrefacción que sería al inicio de los elementos del universo.
La búsqueda por reconocer los olores del espacio no es para nada inútil, pues nos da pistas sobre los elementos orgánicos que se esconden en las piedras, lo que significaría signos de vida en otros planetas. Así que, como humanos, hemos comprendido que acrecentar nuestra capacidad olfativa nos pone en contacto con la complejidad de nuestro mundo y de nuestro universo. Por más que sintamos que nuestra realidad es tan material y tan densa, y que tengamos la sensación de que las personas, los países y los continentes están separados, las divisiones que imponemos no son reales. Son líneas imaginarias que no tienen la fuerza de los olores que nos confirman que tenemos las mismas búsquedas. Por más que creamos que las fronteras son infranqueables, los olores nos conectan con las mismas raíces y nos llevan a realidades olfativas que todavía ni siquiera hemos podido imaginar.
Si, la vista es el sentido más cercano para muchos, pero como el motivo de mis reflexiones son los cinco sentidos, el olfato toma su lugar. Para mí, la relación más estrecha es con los perfumes. Es una búsqueda que no tiene fin.
Original, interesante e instructivo. Aunque como lector que soy, hubiera elegido la vista, el olfato es mi sentido más agudo, lo cual es bueno y es malo a la vez, como casi todo.
Abrazos