top of page

El juego de las miradas: los retratos de El Fayum

  • Foto del escritor: Gabriela Vallejo
    Gabriela Vallejo
  • 3 oct 2021
  • 5 Min. de lectura


La vista es un sentido extraordinario. Al fijarse en un punto, lo percibe todo: volúmenes, color, forma, distancia, movimiento y espacio. Una vez que se posa sobre los objetos, se inicia un proceso de descubrimiento, de comprensión sobre la naturaleza de las cosas y de su sentido en el tiempo. Pero el verdadero juego comienza cuando los ojos se cruzan: de repente hay una mirada pillada al vuelo, un instante de encuentro entre dos personas, una de ellas de finales del siglo I d. C, y la otra, dos mil años después. Y lo que ven les causa estupor: una contemporaneidad, una semejanza como si el tiempo no pudiese tocar nada de lo esencial. Es porque nuestra mirada siente la presencia de la persona detrás de la imagen, y nos da la sensación de que ella también nos está mirando y nos está descubriendo, sin importar que haya muerto veinte siglos atrás. Ése es el efecto de la vista. No importa el lugar ni el tiempo. Siempre se produce un contacto y una comunicación, con lo cual el retrato siempre está vivo pues tiene su centro de gravedad en los ojos. Y aquí, a este egipcio del periodo helénico, el tiempo no le ha robado la frescura a una juventud eterna. Las pupilas traducen una viveza, una chispa, acompañada de una expresión de curiosidad, de espontaneidad. Él también nos está descubriendo en nuestro paso agitado por la vida y nos obliga a detenernos cuando nos sentimos mirados. La simpatía aflora en la sonrisa de ese extraño que está dejando de serlo, y nos habla de bienestar, de ligereza, de la intención de acercarse a su interlocutor en ese instante que compartirá con nosotros.


Los retratos de El Fayum son una de las mejores expresiones del poder de la vista. Provenientes sobre todo de esta región al sur del delta del Nilo (aunque están presentes en otras partes de Egipto), salieron a la luz en el siglo XIX, antes la sorpresa del arqueólogo William Flinders Petrie que excavaba en la necrópolis de Hawara. Desde el siglo XII a. C, este delta era una rica zona agrícola con una producción abundante de caña de azúcar, arroz, algodón y frutas como melocotones, higos y uvas. Probablemente gracias a su prosperidad, se volvió un centro de importancia durante la ocupación romana de Egipto en el siglo I a. C, tras la derrota de Cleopatra y Marco Antonio por Augusto.


Para entonces, ya se habían dado importantes contactos comerciales con Grecia, desde la Creta minoica hasta las ciudades micénicas, con las cuales los fenicios actuarían como intermediarios. Un cúmulo de visiones y contrastes que trataban de entender a los seres humanos y su destino. De estos cruces culturales surgieron los retratos de El Fayum, como un desafío a la muerte que se lleva el cuerpo, pero que no doblega el espíritu que se niega a partir hacia el reino del caos, hacia ese vacío que, según los griegos, precede a la existencia de los dioses y del cosmos. En la pintura hay un estado de rebeldía. La mortaja que lo cubre no logra parar del todo el movimiento de su cuerpo, ni de su espíritu que sigue flotando alrededor. El hombre que nos mira sigue siendo una “persona”, en el sentido latino de la palabra, de la máscara de teatro, de un actor que es en realidad la máscara de la especie humana. Incluso si su espíritu ya ha pasado el umbral, y está mirando a los dioses a la cara.


Para Jean Christophe Bailly, en su bello libro sobre estos retratos descritos como una “llamada muda”, los “Fayum”, que llamaremos así de manera genérica, muestran una tensión entre culturas, no solo entre la egipcia, la griega y la bizantina, sino también la cristiana que se extendió en Egipto hacia el siglo III. Lo que está aquí en juego es el movimiento del alma, entre el Maat, concepto que implica el equilibrio y la armonía cósmica y existe desde el inicio de la vida, y el Khaos griego, donde no hay sino vacío que conduce el alma a las tinieblas. Al final, la intención que prima desde la momificación y el embalsamamiento es hacia el rito de apertura de la boca y de los ojos, para dar nueva fuerza al ver y al hablar, seguido de las fórmulas mágicas, para hacer que el cuerpo permanezca en un estado de armonía para continuar el viaje. Así, el retrato muestra a alguien que está vivo y que interpela al mundo.


Muchas de estas tablas representan a personas jóvenes, o bien que han sido pintadas en la juventud, aunque las momias sean de ancianos. Según Petrie, las pinturas pudieron haberse hecho propositivamente para acompañar luego la mortaja, y a juzgar por el estado de conservación, la momia con el retrato podría haber permanecido con la familia un tiempo antes de ser puesta en la tumba. Para los egipcios, los muertos acompañan a los vivos y no hay una división tan tajante entre una vida y otra. Esto tiene su confirmación en la gente que sigue habitando en las necrópolis, como en la Ciudad de los Muertos de El Cairo.


Pero esa familiaridad no borra las incertezas y el desasosiego del camino. De hecho, para Bailly estas pinturas reflejan la tensión entre el pothos, el pesar (definido por Platón en el Cratilo) cuando el objeto del deseo se halla ausente y se genera una nostalgia a veces lacerante, y el himéros, cuando el objeto del deseo se halla presente, y se produce un estado de gozo en completa expansión. Los “Fayum” representan a ambos. La muerte no interrumpe del todo la vida con sus continuos cambios. Perséfone, raptada por Hades, termina por volverse la reina griega del inframundo. En la tensión entre la vida y la muerte, es la creadora de las estaciones del año, la que propicia que las plantas florezcan y los árboles den frutos, mientras que cuando está en el inframundo, llega el invierno y el sueño de la naturaleza.


En su faceta ligada al arte y a la creación, los “Fayum” prolongan la primavera. La vista es el sentido que aporta la perspectiva sobre las cosas y la mirada ayuda a reconocer que la vida está hecha de instantes (encadenados unos con otros infinitamente) y que la pintura captura uno solo: el del pintor que mira y hace el retrato imperecedero. El pintor aporta la chispa de la vida eterna. Es la mano detrás de la inspiración que le insufla a la persona una certeza de que no será olvidada y que continuará a ver y a hablar a través de su imagen. Ninguno de nosotros quedará indiferente a esas miradas antiguas que nos hablan de ciclos y de vida que continúa más allá de todas las fronteras. Finalmente, los “Fayum” son un testimonio de la “llamada muda” a una conversación, a una comprensión de que, a pesar del paso de los siglos, todos vamos juntos en este viaje.

 
 
 

Kommentare


bottom of page