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El color que escapa a sí mismo

  • Foto del escritor: Gabriela Vallejo
    Gabriela Vallejo
  • 26 feb 2022
  • 6 Min. de lectura

Pintura de Pierre Soulages, el "Outrenoir", Museo de Bellas Artes de Lausanne



El negro, en su naturaleza profunda, es un color de máxima amplitud que lo toca todo. Es el color de los volúmenes y de las sombras, en donde la luz se esconde y se contrae para estallar justo del otro lado. Sabemos que todas las tonalidades existen solo el tiempo: son percepciones ligadas a un momento, a una perspectiva que depende de un contexto que le da significado, pero que también cambia. Y detrás de todos sus matices siempre subyace una búsqueda material y técnica para ir creando diferentes gamas con diferentes profundidades. Por ello mismo, el color es una interrogación que hunde sus raíces en la cultura. Nosotros, al experimentarlo, somos parte de sus manifestaciones y sus mitos y los hacemos entrar en la historia. Pero cuando dejamos que el color nos inunde sin que nada interfiera, entonces éste se manifiesta con una intensidad inusitada.


En su inundación cromática, los artistas que saben que el negro esconde otros en su interior, y a través de ellos se crean sensaciones que apelan a nuestros recuerdos. Y es ahí donde estamos a los dos lados de la obra: como el artista, rehacemos el cuadro, viéndolo a través de aquello que los tonos y las formas nos evocan: el color no es sino una percepción. Es una manera como recreamos los contrastes que percibimos en la naturaleza y que se vierten en las creaciones humanas. No hay nada más humano que el color.


Así que echando un vistazo corto hacia atrás, nos damos cuenta de que fuera de la noche de los tiempos, en donde el negro ha mantenido siempre su presencia nocturna, somos herederos cercanos de la Edad Media, como un antecedente inmediato, en donde los colores contrapuestos tenían un código: el rojo y el negro casi no ofrecían contraste, como si hubiera una extraña palidez en ambos, pero otros, como amarillo y verde, podían crear una mezcla tan violenta que inmediatamente sugería algo peligroso, incluso diabólico. Dentro de esa paleta simbólica, el negro tiene una trayectoria distinta, pues hace referencia al color de las tinieblas, que solo son rasgadas por la luz. Es por ello que es un color ambivalente, ligado a la profundidad, a la trascendencia entre la vida y la muerte. Es el color de lo desconocido, que con el tiempo ha ido adquiriendo, lentamente, el tinte de peligro.


En esa profunda noche, la tiniebla siempre esconde la claridad, el conocimiento y en última instancia, la revelación. En la Biblia, una recopilación de diferentes tradiciones a partir de textos babilónicos de hace más o menos 3000 años y otros más recientes, va asociándose el negro al dolor y al castigo, que, bajo la sombra del apocalipsis, prefigura al diablo como instrumento de pecado, enfermedad y muerte. Poco a poco, de los siglos VI al XI se fueron abriendo las fauces del infierno. Leviatán, el gran monstruo o dragón de origen cananeo, tan cercano a la diosa del Caos sumeria Tiamat, toma carta de naturalización en el cristianismo como una gran fuerza que es capaz de revolverlo todo, como una gran serpiente roja de siete cabezas y diez cuernos, que lleva en su naturaleza ese fuego rojizo infernal. El negro también es rojo. También es fuego: es un espíritu que impregna la materia y que entra en los seres vivos hasta sus entrañas como posibilidad de enfermedad y muerte, o bien de vida, de fuerza y de profundo valor.


Michel Pastoureau, el gran especialista del mundo cromático, nos da una clave para entender algo que cambia en cuanto ponemos nuestra mirada sobre esa tonalidad oscura. Como color de las tinieblas, el negro no es propiamente un color, sino que es el contrario del color. Es el lugar donde no hay luz, como una suerte de agujero negro que es tan denso, que nada escapa a su enorme concentración de masa, y que además se arremolina y puede arder a una temperatura de 12.000.000 de grados centígrados, 2000 veces más que el sol. En la intuición de esa cosmología, en la Edad Media se creó una “teología de la luz”, esa expresión tan feliz, que proyectó las catedrales góticas hasta el cielo. Así, el negro, como un color de dualidades, puede ser profundo e ir en su propio cosmos hacia una tal concentración que crea una obscuridad total, o bien escapar hacia su opuesto, hasta estallar en luz. En un camino intermedio, el negro, atravesando los periodos de epidemias, pasa por la palidez que se transforma en un tono incoloro, pero no menos escalofriante: es como el caballo pálido del Apocalipsis, que lleva el nombre de la muerte, seguido por el infierno que viene cabalgando detrás. Es la estampida de la escasez, la enfermedad y la peste. Este es el color de la piel del enfermo, que se está precipitando, al dejar el cuerpo, hacia la oscuridad y también hacia la luz.


Desde el siglo XIII, el negro ha sido un color simbólico, que se fabrica en las sustancias de la naturaleza, empezando por las cortezas o raíces del nogal o del castaño que, con el óxido de fierro, fueron oscureciendo la impresión de esas sombras grisáceas sobre las telas. Muy pronto se inicia una búsqueda del negro profundo, mientras que al mismo tiempo se diferenciaban y se apreciaban todas sus declinaciones, que le daban a las telas un sentido distintivo, según el tono de que se tratase. Y sin duda, uno de los ideales del negro profundo era la tinta, elaborada tanto con hollín o carbón de maderas resinosas, como con la savia de algunas plantas como el zumaque o de árboles como el roble (rico en taninos), mezcladas con goma y con sulfuro de hierro. Y la pátina de ese líquido sobre el papel impactó también a todo tipo de telas. En sus tonalidades sobrias, el negro es el color de la ética y de la nobleza, como nos lo recuerda Sicillo Araldo en su tratado del color, publicado en Venecia en 1495: aunque de entrada aparece triste, tiene dignidad y virtud, y es un color tan buscado por los tintoreros como los más preciosos escarlatas.


Es un color que convoca a todos los otros. De entre las búsquedas que genera, en el epicentro de los Países Bajos, muy pronto yendo más allá del témpera, el negro se mezcló con los aceites de linaza y nogal, que permitían un tono más intenso y más duradero. A partir de la técnica desarrollada por Jan Van Eyck en el siglo XV se precipita el claroscuro que percute en la tela generando tantísimas sombras. Un interlocutor a la potencia de Van Eyck sería Michelangelo Merissi, conocido como Caravaggio, a través del dramatismo con el que David nos ofrece la cabeza de Goliat, surgiendo del negro, en una manifestación de fuerza y victoria, en donde el fulgor del espíritu que ha sido la que ha decapitado la negrura del gigante.


Algo con un ímpetu tan descomunal no puede sino expandirse en el tiempo, que está lleno de pliegues. En el cielo nocturno se escuchan los graznidos de los cuervos Hugin (el pensamiento) y Munin (la memoria), que van por el mundo para regresar al lado Odín, a reportar todo lo que han visto. Son los símiles de nuestra propia experiencia, de nuestro propio vuelo. Los cuervos, con su fineza e inteligencia, son los ojos del dios, que se posan en sus hombros para susurrarle sus mensajes al oído. Sus alas son del color de la guerra, de la muerte y de la magia, de la transformación. En esas alas está la clave del germánico “swart”, la expresión de lo inquietante, mientras el “blaek”, una palabra tan distinta, refleja la brillantez. En su continuo retorno a sus orígenes y al mito, el negro es un color que escapa: en general, desde el inicio, hay una sensación de que los colores son incontrolables, cada uno según su naturaleza, y que van más allá de lo que el hombre quiere hacer con ellos. Son rebeldes e insisten en transformarse, en ir más allá de la materia donde se les quiere confinar a una existencia estable. Están en un vuelo constante y en continua expansión.


Para mí, uno de los lugares donde el negro se manifiesta de manera perfecta en esa dignidad y en su mayor exuberancia es precisamente en las pinturas del francés Pierre Soulages, donde se escucha el batir de las alas de esos cuervos: junto a la experiencia mística está la experiencia estética, casi indeferenciable una de otra. Hay una aproximación a su pintura que es tan totalizante, que en la tela misma se abre un espacio liberador para la mente. Aun cuando se vea la presencia de la dualidad, de la obscuridad y la luz, la experiencia del negro profundo logra penetrarnos, y por un momento olvidamos que somos el espectador para ser solo profundidad, solo abismo, solo destello, solo claridad. En el negro, no hay límites. No son necesarias las formas, porque en ese espacio, él las supera todas. En la tela se crea, sin embargo, un camino, que siempre es hacia el interior. Para mí, es una de las experiencias más potentes de contemplación y de encuentro, como si al estar frente a la tela, nada faltase. La clave del negro está en su simplicidad, que es tan difícil de definir. Quizá porque, al final, sí existe un color que está a la medida de lo absoluto.


 
 
 

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