El buscador de estrellas
- Gabriela Vallejo
- 7 ago 2021
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 30 sept 2021

Para Luis de Garay
Unos de los primeros acercamientos a nuestra realidad sucede a través de las estrellas. Esa sorpresa, esa fascinación comienza en nuestra infancia, pues de alguna manera, probablemente gracias a la intuición, sabemos que en esos astros lejanos está el misterio de nuestro origen y de nuestro final. Esas luces centelleantes tal vez ya no estén ahí, pero han dejado un rastro, algo que está fuera del tiempo tal y como lo conocemos. Y en ese avistamiento, en ese primer descubrimiento, siempre se parte de quien mira, como en la física cuántica, pues esa mirada es la que va a definir el objeto que va a ser mirado. Y si no se mira, tal vez éste tampoco exista.
El universo tiene su origen en una visión de infinito. Eso es lo que sucede cuando el hombre mira al cielo: es el infinito que mira al infinito. Sin embargo, los astros nos dan una ruta para orientarnos incluso en nuestro planeta, para saber qué es lo que nos rodea y a qué distancia se encuentran las cosas. Solo que arriba todo es noche, una noche eterna. Gracias a esa oscuridad brillan más las luces. Todo niño teme a la oscuridad, hasta que sabe encontrar cosas en ella. Una mente brillante dijo una vez que uno puede decidir que aquello que habita la oscuridad no existe, pues solo existe si decidimos mirarlo. Mirar el cielo es preguntarse sobre uno mismo, sobre nuestro papel y nuestro lugar en el universo y sobre el origen de todas las cosas. Un hombre que mira hacia arriba es un buscador, que puede ver al mismo tiempo la realidad y la relatividad de todo. A través de la intuición sabemos que solo lo que vemos está tomando existencia activa en ese momento, y lo vemos ya sea porque lo ha descubierto otro o porque lo hemos descubierto nosotros, por primera vez, algo nuevo en la inmensidad de lo desconocido. Ese es el principio de la mente científica: la curiosidad. Y también es el principio del arte, el deseo por descifrar la creación de la materia.
Para un niño las estrellas son un punto de fascinación, un encuentro con algo que implica un misterio: luces que parpadean en el cielo. Estrellas como acompañantes silenciosos que nos recuerdan que formamos parte del universo conforme la noche aparece. Y entonces se va creando un mapa: primero se ven las más brillantes, y luego las más débiles. Para el observador, primero está el brillo (por la fusión nuclear interior) y luego los colores que se van develando: las estrellas rojas, blancas y azules. Sirio (en la constelación del Can Mayor) es blanco, mientras Aldebarán (del árabe Al-dabarān), también conocida como Alfa Tauri (en la constelación de Tauro) es naranja y Betelgeuse (de Yad al-Jauza), también llamada Alfa Orionis, es roja, lo que nos habla de las temperaturas a las que arden y de su tamaño: las azules y blancas suelen ser más grandes que las rojas. Sin embargo, cuando van perdiendo su combustible principal, que es el hidrógeno, queman el helio y la combustión es mucho más energética, con lo cual agrandan su tamaño y se vuelven gigantes rojas hasta que la gravedad acaba colapsándolas en estrellas enanas. Cuando la estrella muere, se transforma en una enana blanca. En esa transformación de gigante a enana, la estrella se lleva lo que está junto a ella, igual que nuestro Sol (que tiene ya cuatro mil millones y medio de años) se llevará hacia su interior los primeros planetas del Sistema Solar, incluida la Tierra. Con un Sol moribundo, nuestro Sistema Solar se llenará de una luz violeta, el gas solar viajando hacia el exterior.
Paradójicamente, en esa muerte se esconde el mayor proceso creativo: ese colapso de los astros brillantes trae como consecuencia la creación de la mayor parte de los elementos químicos que nos conforman a nosotros, desde el calcio, el hierro y el carbono, hasta el oro y el uranio de nuestro planeta que son producto de la explosión de supernovas. Por ello, nuestra filiación con las estrellas es total. Como solía decir Carl Sagan, ellas son como las familias humanas: nacen en grupos, en grandes complejos de nubes comprimidas, pero una vez que maduran se van desplazando, como viajeras solitarias, a los confines del universo. Todo lo que existe o puede existir, está ya en el espacio. Y allí, como en cualquier otro espacio, no hay límite a lo que puede crearse. Según el físico Michio Kaku, lo imposible es un término relativo. La oscuridad parece esconder verdades que solo pueden entenderse desde esa densidad. Las estrellas van formando universos que deben estar llenos de vida, pero le tememos a eso que no logramos todavía ver ni discernir del todo. Igual que el niño que sabe que hay cosas dentro de la oscuridad que no existirán hasta que no decida que puede verlas, que puede aceptarlas. Tal vez porque sabemos que cada estrella, cada sol, cada planeta es único, igual que lo somos nosotros, y que nos comportamos como ellos: a veces hay dos estrellas orbitando una alrededor de la otra, y a veces hay cúmulos con un millón de soles, como grandes ciudades vistas desde la Tierra, flotando en el espacio. Ellas son nuestro origen. Somos polvo de estrellas que ha sido despertado por una chispa. Y mucho de quienes somos se revelará en el continuo diálogo entre nuestro plano terrestre y nuestro plano celestial.
La verdad todavía no soy suficientemente estrellera. Me encantaría poder ver tantas cosas, cercanas y lejanas. Pero incluso con un pequeño telescopio uno puede sorprenderse. ¡Qué lindo que haya ese tipo de observatorio cerca de tu pueblo! A veces en lugares donde no hay tanta luz de ciudad es donde mejor se pueden ver cosas. El universo inspira mucho (o los multiversos, que cada vez hay más...). Disfruta de ese frío relativo que tienes en la playa. Yo por ahora sigo con un cierto calorcito... Nuestra estrella está muy presente.
Me soprendes una vez más, doctora, no te hacía yo estrellera. Precisamente hace unos quince días (o más bien noches) pude visitar cerca de mi pueblo, en el campo, un observatorio astronómico creado por el entusiasmo de un paisano mío y que ahora está bajo el patrocinio de una universidad andaluza. Fuimos con niños y pudimos ver divinamente la superficie de la Luna, con sus cráteres (uno de ellos lleva el nombre de Miguel Catalán, padre de mi director de tesis).
Ahí en Murcia no pasaréis frío. Aquí en la playa algunos ratos sí, por la brisa marina.
Besos