top of page

¿Cómo se ve el tiempo?

  • Foto del escritor: Gabriela Vallejo
    Gabriela Vallejo
  • 28 ene 2023
  • 8 Min. de lectura

Vía Láctea. Fotografía de Evgeni Tcherkasski


A principio del año, no puedo evitar pensar en el tiempo. Tal vez porque algo parece haber terminado mientras que algo nuevo inicia. Sin embargo, hay una continuidad en la que ya se tejen cambios, en donde la idea de novedad (no exenta de desafíos), está dada por esas mutaciones que empezamos a ver en nuestra vida cotidiana. En general, el tiempo es algo que podemos apreciar a través de nuestros sentidos, como en las variaciones que se van sucediendo en la naturaleza, en el paso de las estaciones que han definido nuestros ritmos, y que hemos interiorizado para vernos como sociedad en esos procesos. Sin embargo, también está el tiempo individual, el de cada uno, que es el que nos lleva a hacernos preguntas, algunas veces las mismas pero que van teniendo diferentes respuestas según los momentos particulares. Gracias a estas respuestas, hemos aprendido a valorar el tiempo, sin duda uno de los recursos más importantes que poseemos. Aunque parece tan fugaz, creo que es muy útil entenderlo y tenerlo como aliado. Para ello es necesario iniciar un diálogo, no solo con nosotros mismos, sino con aquellos filósofos y científicos que han tratado de desentrañar su misterio, tan relacionado como está con la existencia misma.


En cualquier caso, acercarse al tiempo implica un viaje, desde el anclaje del presente, hacia el pasado y hacia el futuro, y para ello es necesario elegir a buenos acompañantes que nos vayan ayudando a desentrañar ese misterio que ha fascinado a algunos pensadores desde hace algunos milenios. Carlo Rovelli, un físico teórico que ha trabajado sobre la gravedad cuántica, es uno de esos científicos que se han preguntado persistentemente cuál es la naturaleza del tiempo. Así que he elegido a este italiano que ahora vive en Marsella como mi Cicerone por una región llena de complejidades y desafíos, en donde hay que ir hacia lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño. En un viaje tan singular, se requiere afinar la perspectiva, como si ambos estuviéramos sobre la cima de una montaña para ver desde ahí lo que sucede abajo y lo que sucede muy arriba, en el movimiento de los astros. Nuestro punto de partida es que el tiempo sólo se entiende a través de las cosas, en cómo éstas se conforman y en cómo se transforman. En cómo se definen y cómo nos definen.


La materia es, pues, nuestro primer punto de referencia, dado que ofrece un orden y un principio de búsqueda entre lo material y lo inmaterial, como parecería ser el tiempo. Para este físico italiano, las pistas para entender la naturaleza compleja de las cosas se encuentran al entrar en diálogo con los antiguos; hay que interpelar a los filósofos, matemáticos y físicos de la antigüedad que interrogaban a la naturaleza, consiguiendo entender el andamiaje más elemental sobre cómo están hechas las cosas. Después de todo, la ciencia siempre es un trabajo colectivo que siempre parte de otros puntos y otros momentos.


En este sentido, para entrar en este diálogo, hay que viajar a Mileto, una ciudad griega en la costa de Anatolia, hoy Turquía, que en el siglo VI antes de Cristo, fue uno de los centros intelectuales más importantes, cuna de la filosofía presocrática que trataba desentrañar el principio en la creación del universo. Esta visita nos provee de la primera pista: el tiempo solo puede llegar a entenderse mirando hacia el universo, tal vez porque uno y otro son fruto de la chispa que creó a la materia.


Una ciudad portuaria es cruce de individuos y de ideas; allí, con un ágora donde se iniciaba la discusión y el teatro que era un eco de todo lo que sucedía, se creó un crisol fértil para el desarrollo de la ciencia. Allí se haría presente Aspasia, la gran retórica que tuvo un papel político importante en la era de Pericles. Sin embargo, de esos círculos de discusión saldría uno de nuestros primeros interlocutores: Anaximandro, discípulo de Tales de Mileto, que encontró que el principio del que estaban hechas todas las cosas era el ápeiron, una suerte de elemento inmaterial, indefinido e infinito. Era como una energía primera, la fuente de todo lo que existe. Un descubrimiento así sería el principio de diálogo con la ciencia actual, lo que llevaría a intuir la existencia del átomo. La nada no puede existir sin un principio material complementario. Y ahí Demócrito, discípulo de Leucipo de la escuela de Abdera, en la ruta de Mileto, empezó a imaginar un universo de espacio ilimitado que estaba compuesto por átomos y por espacio vacío, es decir, por lo material y por lo inmaterial a la vez.


¿Cómo se llegó a esas intuiciones sin instrumentos de medición? Al parecer, para Demócrito, si pensamos en cortar una piedra en dos, y seguimos cortándola hasta el infinito, lo que quedaría al final es el átomo (del griego ἄτομος, átomos, indivisible). Esos átomos serían los elementos fundamentales que componen la realidad, que se mueven libremente por el espacio, tocándose, integrándose a otros, atrayéndose o repeliéndose. Era precisamente esa posibilidad de combinación la que hacía que la realidad se diera de una manera u otra, produciendo una infinita variedad de manifestaciones. Nuestra vida, vista por Carlo Rovelli, sería una combinación de átomos, en donde nuestros pensamientos también están hechos de átomos sutiles, de energía; y nuestros sueños, nuestras esperanzas y nuestras emociones están escritas en el lenguaje de esa combinatoria. Por nosotros pasan todos los átomos de los que está hecho el mundo, los campos, las ciudades, el mar y las estrellas en el cosmos. Somos la misma materia en una composición distinta, lo que nos lleva a entender que tenemos los mismos orígenes que el universo.


Los fílósofos y físicos de Abdera y Mileto sentaron las bases para concebir la universalidad de la creación, en donde todo y todos estamos relacionados, con lo cual la energía afecta a todo el sistema. Esta visión de la energía como una gran red de relaciones es la que nos ha permitido, dos mil años después, desarrollar la tecnología para ir hacia galaxias muy recónditas, y para aventurarnos hacia lo más pequeño que puede verse dentro del átomo y desentrañar sus estructuras.


Así que, si queremos entender el tiempo, no podemos alejarnos de la historia. Aquello que ha sucedido antes, que lo sepamos o no, ha influido en quienes somos ahora. En el camino de los últimos milenios nos hemos ido dando cuenta que en nuestra vida siempre nos acompaña lo desconocido, en un viaje que nos propone atravesar territorios inexplorados. De hecho, es justamente la incertidumbre la que guía nuestros pasos, y la que nos ha llevado a pensar la relación que hay entre materia, espacio y tiempo. Allí es donde se puede percibir y apreciar la fecunda acción de lo fortuito, de las aparentes brechas y coincidencias que llevan a saltos de comprensión, abriéndose en realidad hacia la sorprendente sincronicidad: cuando se define la búsqueda se encuentra lo buscado. El conocimiento no es más que una cadena de causalidades. Y algunos hallazgos son tan luminosos que literalmente transforman el mundo, como veremos ahora.


Por ello, nuestra segunda parada en este viaje en el tiempo es en Roma, a inicios del siglo XV, en donde un simple escribano, gracias a su pasión latinista y bibliófila, conseguiría el apoyo de papas y de los Médici de su natal Florencia, para ir en búsqueda de manuscritos latinos que escaparon a la destrucción del Imperio. Por calles sinuosas entre palacios y luego a campo abierto, Poggio Bracciolini, guiado por su instinto, recorrería grandes distancias, a veces a lomo de mula, visitando monasterios desde Italia hasta Francia, Alemania e Inglaterra. Esa obsesión por ir a la caza de libros había crecido desde que casi un siglo antes cuando Petrarca reconstruyó la Historia de Roma de Tito Livio… pero ahora se trataba de algo más. Gracias a su capacidad para relatar anécdotas, contar chismes y chistes subidos de tono, este notario y copista pudo franquear la resistencia de los monjes a la consulta de su biblioteca. Así que, en 1417, armado por todas sus argucias y su perseverancia, logró descubrir, en un monasterio en Alemania, un manuscrito muy valioso que cambiaría el curso de las cosas: la última copia conocida de De rerum natura de Lucrecio.


¿Qué tenía esto de especial? El filósofo romano Lucrecio (siglo I a.C) recogió en esta obra las ideas desarrolladas por el atomismo griego de Leucipo y Demócrito, proponiendo una teoría de reordenación de los átomos en el vacío que ha influido de manera decisiva en físicos y filósofos, de Newton a Spinoza, de Darwin a Karl Marx, llegando a Einstein y Lacan. Eso no lo sabía Poggio Bracciolini, pero intuía que lo que tenía frente a los ojos era un recordatorio revolucionario, escrito más de mil años antes, de cómo se estructuraba la realidad. Entre la teoría de los átomos, del origen del universo y de la conciencia, se estaba tejiendo precisamente el funcionamiento de la vida y del tiempo. Porque es en la transformación de la materia que se descubre cómo se da la temporalidad. Se requiere tiempo para descubrir lo que la vida es y cómo funciona, ya sea desde la creación de las estrellas, hasta la nuestra propia existencia que deja también un rastro. Porque el tiempo no existe sin las cosas, sin nosotros que vivimos encapsulados en la materialidad, pero que estamos forzados al cambio, a enfrentar posibilidades a través de nuestras elecciones.


La red de átomos, de líneas de energía (lo que Faraday llamaría “el campo”), es lo que nos une y nos hace compartir la temporalidad. Para mí, este espacio de relación es donde todo sucede: cuando la gente se reúne, cuando se genera una masa crítica, cuando se imaginan posibilidades, y es ahí que el tiempo se condensa o se acelera. Tal vez también el tiempo sea cíclico, cuando hay una densidad de conocimiento que se genera, y luego, por muchos motivos, hay un eslabón que se pierde; entonces, años o siglos después, hay de nuevo una vuelta de tuerca, un llamado, y un libro es descubierto, una fuente de un conocimiento olvidado que actúa como una chispa para futuros pensadores. Para Carlo Rovelli, el mundo está hecho de acontecimientos, no de cosas; éste está más bien conformado de experiencias y posibilidades. Y en ese mundo, el tiempo ya no es el rey en solitario, sino que se ha transformado en una variable espacio-tiempo que no deja de cambiar. Son fuerzas que momentáneamente están incidiendo unas sobre otras y crean un cierto equilibrio, antes de que otra fuerza actúe, señalando el final de un cierto fenómeno, de un objeto, o de un individuo, antes que en la cadena de cíclica se den los nuevos comienzos.


Así que cuando nos preguntamos por el tiempo, reflexionamos sobre toda nuestra historia. Por cómo nos hemos visto y cómo hemos creado el mundo. Toda civilización se desarrolla dentro de ciertos márgenes temporales, y traza sus fechas significativas y su propia definición de cómo son y cómo se mueven las cosas que se irán encadenando en ese infinito devenir. En ese contexto, ¿qué sería un año nuevo? Un nuevo espacio, ya que es una medida con dos dimensiones; un nuevo espacio creativo pero que nos invita a hacer cambios, a crear nuevos movimientos. Con ello, según como lo definiría Anaximandro, creamos un “orden de las cosas”. Para él, el tiempo es el cambio, el movimiento entre un punto de referencia y otro, entre un origen y un destino, que luego se volverá origen hacia otras cosas, hacia otras ideas y otras variables. Así construimos eso que llamamos “realidad”.


De alguna manera, todos somos como Poggio Bracciolini, buscadores que vamos encontrando eslabones de sentido. Para nuestro Cicerone Carlo Rovelli, para que algo exista y deje una señal, un rastro, tiene que cambiar su estructura interna, su energía térmica que se transforma en calor. Es así cómo la tinta, bajo un efecto de calor con la pluma y el papel, deja rastro en el manuscrito, y como el manuscrito mismo se transforma en señal, que antes o después puede ser encontrada. El tiempo no está hecho de cosas sino de acontecimientos, de movimiento, de procesos en el cual hay un devenir que está en potencia, en posibilidad. Nosotros somos esa posibilidad, y sólo a través de nosotros es que el tiempo realmente existe.



 
 
 

3 Comments


Paco Mendoza
Paco Mendoza
Jan 28, 2023

Ah, quien hubiera podido acompañar a Poggio en esos viajes tan incómodos como fascinantes...

Like
Paco Mendoza
Paco Mendoza
Jan 28, 2023
Replying to

Formaríamos un buen equipo, aunque no sé yo si nos atacaran los bandoleros...

Like
bottom of page