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Algunos indicios para los orígenes del jardín interior

  • Foto del escritor: Gabriela Vallejo
    Gabriela Vallejo
  • 4 sept 2022
  • 6 Min. de lectura

Jardín de Livia en Villa Porta, Roma


El jardín siempre es una referencia ancestral, ya sea a nuestros ancestros más recientes o a los más antiguos, gracias a su dimensión cultural y simbólica. Todo jardín es un campo de referencias. Al parecer, cada elemento que lo conforma no solo muestra sus características particulares y su belleza, sino que crea un orden en donde cada elemento sugiere un valor, estético o simbólico. Aun cuando en el trasfondo siempre aparece la sombra del Edén, el jardín es también un espacio familiar, que expresa las necesidades básicas de quien lo crea. Pueden ser pequeños huertos en una ventana, en un cajón de hortaliza o un jardín de flores y plantas dispuestos para el conocimiento y la reflexión (como los jardines monacales, los jardins de curé) o bien los vemos representados en frescos y cuadros, pero todos son tan vivos a la vista y tan cercanos, como un lugar de verdadero encuentro.


Dado que era un sitio para la agricultura, pero también estaba relacionado con el hogar, las figuras femeninas protectoras o creadoras eran una constante. Si para entrar en nuestra genealogía occidental elegimos visitar el Imperio romano, y su caída, se abre un terreno de diálogo: nos encontramos con espacios que reúnen las necesidades productivas y de esparcimiento tanto como la representación política de esta época, para luego extender sus raíces hasta la época medieval. Una de las intenciones de estos espacios era mejorar la naturaleza, poder elegir plantas y crear equilibrios entre lo que producía la tierra y el agua que la fecundaba. En esa voluntad de orden, la agricultura y la horticultura tenían una conexión con la divinidad, a través de deidades que eran un puente entre el jardín y la casa: Venus se encargaba de la fertilidad del jardín, de la mano de Flora, mientras que Pomona era la diosa latina de los árboles frutales, y para otros estadios del trabajo agrícola, Proserpina cuidaba de la germinación de las semillas. En nuestro recorrido por las huellas del Imperio romano, de cara a una larga Edad Media que nos sigue fascinando, los jardines han permanecido entre sus piedras o bien incrustados en sus paredes. Y no logran escapar a sus fundaciones.


Dentro de nuestro diálogo, la primera visita al jardín como centro de poder y esparcimiento consiste en situarnos frente al fresco que estaba en un ninfeo subterráneo (los espacios consagrados a las ninfas muchas veces estaban en grutas o en lugares cercanos al agua) hecho para la poderosa Livia Drusila, última esposa del emperador Augusto, hacia el año 20 a.C. Probablemente siguiendo las prácticas de las necrópolis de Alejandría, este espacio lleno de verdor dentro de los muros, se abre entre árboles frutales y cipreses que van hacia un cielo azul y rompen la horizontalidad del muro que nos cierra el paso; sin embargo, eso no impide que nuestra mirada pueda entrar y que podamos casi escuchar los pájaros que se posan en las ramas. Este jardín, tanto por sus muros pintados como por su localización, era un espacio privado, destinado a ser disfrutado en soledad y a ser eterno, creado en el ideal de perennidad de las referencias griegas a Homero, en donde Ulises describe jardines que tienen flores y frutas sin importar las estaciones. La Villa Porta de Livia, en donde estaba el ninfeo, fue abandonada en cuanto los vándalos entraron a Roma, y el jardín subterráneo cayó un poco en el olvido, pero no así todos los otros árboles y plantas que sobrevivieron entre las ruinas.


Poco tiempo antes de la caída del Imperio romano de Occidente, en 463 nació en Constantinopla Anicia Juliana, hija del emperador Anicio Olibio y nieta del emperador Valentiniano III. Con una educación refinada, hablaba el latín como idioma del imperio y el griego como lengua de la ciudad, pero pronto habría de reconocer otras fronteras culturales cuando fue ofrecida en matrimonio a Teodorico, rey de los ostrogodos. Para ese momento, Bizancio también había sentido las hordas godas de Alarico y a los hunos de Atila, sin hablar de las hostilidades persas. Sin embargo, incluso esos invasores ya se habían sometido a las raíces más profundas del cristianismo que estaba extendiendo su imperio, aunque fuese bajo las declinaciones del arrianismo o del monofisismo. Esa fuerza espiritual estaba detrás de los proyectos urbanos de una capital en una profunda transformación urbana. Anicia Juliana, imitando a las mujeres poderosas de la dinastía de Teodosio (como su bisabuela Gala Placidia en Ravena), patrocinó en 512 la construcción de una magnífica iglesia dedicada a la Theotokos, la madre de Dios, en tois Honoratois. Y como agradecimiento de este pueblo del lado asiático del Bósforo, le fue entregado un espléndido manuscrito de Dioscórides, del médico y botanista griego del siglo I, que como militar del ejército romano pudo recoger todas las plantas medicinales a lo largo de su paso por el Imperio. Este ejemplar tan ricamente ilustrado sería como un jardín en sus manos, develándole los secretos de las plantas; y ahí estaría ella representada en total grandeza, como protectora del saber y de la espiritualidad. En ese gesto, Anicia Juliana recibía uno de los acervos más importantes del saber botánico, que sería traducido posteriormente en el siglo IX al árabe en Bagdad, y que al siglo siguiente llegó a manos del califa Abderramán III como regalo del emperador bizantino Constantino Porfirogeneta. Allí, en la Córdoba califal, el códice sería traducido al árabe por un monje bizantino, con la colaboración del médico judío de Abderramán, Hasdai Ibn Shaprut, iniciando su largo recorrido por los siglos siguientes.


Así pues, este crisol del siglo VI, gracias a su densidad, lograría una gran fuerza de expansión. El cristianismo se apropió del jardín como lugar de espiritualidad y de transformación milagrosa. Ahora los númenes protectores de estos jardines, cada vez más complejos, serían los santos y santas que asociaban las fuerzas de la naturaleza a las fuerzas del espíritu. Este era el caso de Santa Tecla de Iconium (Turquía), probablemente discípula de San Pablo, que empezó a realizar milagros de sanación en el jardín de su santuario, y la Basílica de Santa Tecla en Meriamlik sería una clara referencia al paraíso. En este sentido, los santos también eran jardineros, en un jardín que se encontraba tanto dentro como fuera. Las iglesias cristianas primitivas empezaron a crear huertos en el atrio, y a soñar con tantos otros vergeles a través de los mosaicos dentro de sus cúpulas.


De alguna manera, la fuerza de Bizancio y del jardín interior ya había hecho el camino hacia el otro lado del Imperio, hacia Hispania con su concentración de lenguas y traductores, y hacia la Galia, donde se cultivaban las mismas fuerzas. Los godos y los francos rescataron los jardines desde las fundaciones romanas. Y sobre todo, muchos fueron en peregrinaje para buscar a los santos jardineros, atraídos por la potencia de las ermitas y de los ermitaños. Es así que la historia vuelve a San Martín de Tours, y su capacidad para conocer la naturaleza y usarla en la sanación. En el siglo IV, Maurilio (ya revestido de santidad) venía a la Galia desde Milán, donde había estudiado con San Ambrosio, para ser ordenado por Martín de Tours, y luego ser nombrado obispo de Angers. Sin embargo, atraído por la fuerza espiritual de la naturaleza, renunció a su cargo para irse a Bretaña a servir como jardinero. Ese mismo vínculo también tocó a las princesas francas, como Radegunda (520-587), que llegó a ser reina de los francos y fundó el monasterio de la Sainte-Croix en Poitiers. A través de su alianza con el obispo de Poitiers Venancio Fortunato, y por su gran espiritualidad, se le atribuyen varios milagros, realizando curaciones milagrosas con frutas exóticas o con hojas de ajenjo que llevaba consigo para refrescarse. Los santos, como San Martín, tal como hemos visto, nunca han estado lejos de la magia, pues al parecer están en continuo diálogo con los espíritus de la naturaleza.


Nuestra genealogía del jardín monacal está, pues, fuertemente anclada al imperio romano, a su caída y transformación. Tal vez porque no puede haber transformación sin destrucción, sin que uno se vea obligado a abandonar estructuras a las que estamos demasiado acostumbrados, para, a través del dolor y de un estado de vacío, dirigir los pasos hacia el interior y encontrar allí la puerta a un jardín extraordinario. Allí fue donde San Martín se transformó en Merlín, y Tecla y Radegunda comprendieron el lenguaje de las plantas para sanar cuerpos y espíritus, que antes había explorado Dioscórides.


Pues al final, ¿quién puede quedar impávido frente a un jardín? Cuando uno entra al huerto de Livia de su Villa de Prima Porta, ahora en el Museo Nazionale Romano, uno sabe sin saberlo que esa naturaleza magnífica, que ese pedazo de paraíso, ha sido desenterrado de otro tiempo; pero no se trata solo de un vestigio, sino de un producto de la tierra. No nos sorprende saber que ha dejado, gracias a los arqueólogos, su existencia subterránea, manteniendo su vínculo con las necrópolis egipcias de las que se inspira para volver a la vida. Un jardín es un espacio de renovación y de resurrección, en toda la amplitud de sus sentidos. Y en él, todas las fuerzas femeninas siguen oficiando y ofreciendo protección y solaz, extendiéndose sutilmente hasta los huertos de nuestras abuelas, desde donde seguimos recibiendo la inspiración para crear nuestros propios jardines.


 
 
 

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