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Afinar el oído, escuchar el silencio

  • Foto del escritor: Gabriela Vallejo
    Gabriela Vallejo
  • 31 oct 2021
  • 6 Min. de lectura

Los seres humanos tenemos una capacidad de escucha múltiple, variada y compleja. La mayor parte del tiempo oímos, pero no escuchamos. Nuestros pensamientos ocupan demasiado espacio, nos aíslan de lo que pasa alrededor, y es solo a través de la atención que empezamos a escuchar, a partir del instante en que entramos en calma y todo cesa. El silencio esconde la fuerza del observador. Implica discriminación y la distinción de unos sonidos de otros, de unas ideas de otras. Es una manera de comunicar, pues cuando se comparte se crea un espacio donde dos, o más, se abren para lo que está presente, para el mundo que se está creando en ese momento.


Para el músico John Cage, el silencio no es acústico, sino un cambio de opinión, un giro, un cambio de ruta. Es pues, un camino. De hecho, la palabra “acústica” (relativo al oír) implica esa complejidad: viene del griego ἀκουστικός, que se forma con el verbo ἀκούειν (akoyein = oír) vinculado a la raíz indoeuropea keu- (percibir, observar, sentir, darse cuenta, oír). Así que, si oír es una actividad pasiva, el escuchar es una actividad activa, que, como la música parte de un momento donde nada se mueve para entonces ir hacia un camino elegido. Un músico comienza la búsqueda a través del oído que se abre a todo, sobre todo al ruido que en nuestro tiempo está siempre presente. Se encuentra por todas partes, nos circunda y nos acecha. Pero, ¿todo sonido puede ser música?


Tal vez el oído sea uno de los sentidos que más nos vinculan a la complejidad de nuestra realidad, dentro y fuera. El sonido es una corriente, es un fluido en el que todo se integra. Ruido en sonido y ruido que se transforma en imágenes mentales cuando nos abrimos a escuchar. El músico es por tanto un organizador y para hacer música no solo tiene la totalidad de los sonidos, sino que también tiene el tiempo. Para hacer música a veces hay que liberarla del control estricto de las formas para que pueda abrazar la variedad del mundo. Tal vez sea ahí, en esas armonías, donde el ruido, o la disonancia, cesa, pues desde el momento en que un sonido, por extraño que sea, tiene sentido se crea algo: no solo en la experiencia del músico sino en la del espectador que la integra a su repertorio auditivo y conceptual como una forma de conocimiento.


Pero escuchar también es una forma de comunicación: para poder acceder a ella, hay que estar en un espíritu de apertura, de receptividad por medio de la cual seremos el instrumento por el cual vibran las notas y ahí somos parte de la música o de la conversación. En la música, como en cualquier intercambio, como nos lo recuerda el físico Philip Ball (en su libro El instinto musical), los sonidos se relacionan unos con otros, las voces se integran dentro de una entidad coherente, aunque de inicio parecía que no tenían nada en común. Ése es quizá el logro de la música contemporánea, desde John Cage a Charles Ives o Arnold Schoenberg, que incluso rompiendo con la tonalidad, o yendo hacia la atonalidad, logran crear una imagen en sonidos, acercándonos a la exuberancia que puede tener pasear por la ciudad o sentarse en la banca de un parque a escuchar la naturaleza. Es como si la vida irrumpiera a través de ritmos y notas, y que, después de un momento de desconcierto, logramos hacer un momento de silencio para sintonizarnos con todo ese universo que está sucediendo ahí frente a nuestros oídos.


Entonces sería lícito preguntar, ¿por qué es tan difícil entrar en el silencio, si es una puerta de percepción? Tal vez porque hemos olvidado lo que es, que no se trata de un vacío, ni de una falta de ruido, sino que es un espacio que se llena con lo que elijamos: con el golpeteo del mundo o nuestras propias cavilaciones. El silencio forma parte del tiempo, de sus cadencias y pausas; es el principio de una secuencia o de una experiencia o bien, marca un fin, hasta que haya un nuevo principio.


El silencio no es el opuesto del sonido, sino un ámbito de escucha más aguda en donde aún nuestros propios pensamientos son vibraciones, como nos lo recuerda la física cuántica. Cuando estamos en silencio y centramos nuestra atención, podemos escuchar, al mismo tiempo, el golpeteo de nuestro corazón, la saliva que tragamos, la ropa que hace fricción con nuestro cuerpo o sentimos ese espacio de expansión que se abre en los oídos, con un zumbido o un eco, para luego funcionar como dos cavidades que estuvieran absorbiendo los sonidos del rededor. Y de repente, como un acto de magia, lo que estaba fuera, un poco más allá de nosotros mismos, también está dentro: todo aquello que resuena en la habitación, los ruidos de las calles, alguna conversación lejana, el rumor de los electrodomésticos de casa, el roncar del perro que nos acompaña, todo está vibrando con y en nosotros. Algo que nos parece tan simple nos revela que el acto mismo de oír es bastante complejo. En nuestra fisiología no solo intervienen las ondas sonoras que entran a través del conducto auditivo hasta el tímpano y los huesecillos en el oído medio, sino que existe una proteína cuyas moléculas favorecen la audición, de las que todavía no se sabe mucho. Por un lado, es un proceso físico y cerebral que se centra en el lóbulo temporal, y por otro, todo el cuerpo actúa como una caja de resonancia, vibrando con las ondas sonoras. Oír es un proceso integrador que lo capta todo.


Sin embargo, a diferencia de oír, el escuchar siempre parte del silencio. En esa riqueza de vibraciones, todos los sonidos se funden y es la intención de escuchar algo preciso lo que los hace desaparecer. Es el momento en que la atención se centra en un objeto o en una persona, el contacto o la conversación se vuelve significativa. Dentro de nosotros los pensamientos se aquietan por solo un momento: en ese instante dejamos entrar las palabras que no son sino el otro que se manifiesta plenamente. Ahí, en esa plenitud, realizamos ambos la integración de todas las piezas en un todo más o menos coherente que se va develando. Desgraciadamente, hemos perdido el hábito del silencio, complicando también nuestras habilidades de escuchar y de comunicar. Sin el silencio no es fácil percibir los estímulos auditivos que nos enseñan muchas cosas de nuestro medio ambiente y de las personas que nos rodean. Este tipo de escucha ya lo había desarrollado la música. Anteriormente la música polifónica nos había habituado a distinguir las diferentes voces que fluían al mismo tiempo. La música barroca logró preservar la continuidad y coherencia de cada voz para que fueran discernibles dentro de un todo bien orquestado, en donde el contrapunto también evitaba que hubiera una fusión. Las conversaciones eran claras. Sin embargo, conforme hemos avanzado en el tiempo, hemos empezado a valorar el caos, como creador de otro tipo de orden, como una vuelta a ese estado originario que precede a la ordenación del universo.


El caos es el estado natural antes de que se elija el objeto de la atención, los sonidos o palabras que tendrán un nuevo sentido. La verdad es que aún el proceso de escuchar, o de pérdida de audición, sigue siendo un proceso complejo para los científicos, pues es uno de los sentidos que más nos ligan más al mundo. Es uno de los sentidos que más nos hacen ganar experiencia, pues generan también un proceso de memoria que marcará la manera cómo oigamos y cómo logremos escuchar, discernir lo que es importante de lo que no. Por un lado, la música es uno de los elementos que mayor logran fortalecer los centros cognitivo sensoriales y pueden definir cómo éstos vayan a desarrollarse. Por otro, las interacciones con otros sonidos y con las palabras también generan el proceso paralelo del escuchar. Para mí, las palabras permiten comprender y compartir la música, que para Franco Battiato era un diálogo constante entre los sonidos y el espíritu. Escuchar es un proceso complejo y necesario, es un proceso cerebral y verbal, en donde siempre estamos encontrándonos con el silencio. Según el poeta Pierre Emmanuel en La Révolution parallèle, el silencio es el discurso transfigurado, ya que no hay ninguna palabra que exista por sí misma, sino a través de su propio silencio. Para él, el silencio existe hasta en la más pequeña de las palabras. Y para mí, todo puede ser música puesto que todo es espíritu y a través de la palabra creamos los puentes hacia los demás que nos permiten descubrirnos a nosotros mismos.

 
 
 

1 Comment


Paco Mendoza
Paco Mendoza
Oct 31, 2021

El artículo me ha recordado un libro que leí hace tiempo: Por qué los hombres no escuchan y las mujeres no entienden los mapas. Y es que, efectivamente, no es lo mismo oír que escuchar.

Feliz Día de los Muertos.

Besos

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